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Esto de viajar dicen que ilustra una barbaridad, aunque sepamos que hay muchas personas que viajan como las maletas y que vuelven tal cual van, después de haber visto cosas sin contexto alguno que no son capaces de interpretar y de haber tenido que lidiar con los múltiples males digestivos derivados de baquetear el cuerpo entre monumentos, ruinas y obeliscos varios. «Estaba todo roto; todo 'tirao'», que decía Gila de la Acrópolis ateniense.
Eso pensaba en mi fuero interno cuando mi mujer me invitó a pasar un fin de semana en Zamora. Se trataba de una de las pocas capitales de provincia españolas que yo desconocía y, después de resistirme haciéndome el tonto, que a estas alturas es el papel que mejor desempeño, llegó el viernes y enfilamos hacia tierras zamoranas. Una orden taxativa no se desobedece a riesgo de afrontar las consecuencias.
Cuatro horas después, ya acomodado en un hotel muy acogedor, procedimos a descubrir esta pequeña ciudad de una escala envidiable para el paseante y del todo apetecible. No haré apología de nuestras visitas ni de las compras con las que los turistas aportamos un alivio económico a las cuentas de comercios, tabernas y restaurantes. Sólo les contaré el secreto -a voces, a buen seguro- que descubrí en una calle de esta joya castellanoleonesa.
Paseaba displicente por enésima vez por entre los mil rincones que ofrecen cobijo al paseante cuando reparé en el nombre de una calle, frente a la Iglesia de Santa María la Nueva, que llamó poderosamente mi atención. 'Calle del Motín de la trucha', rezaba la placa. Le hice una foto con el móvil y cuando me disponía a seguir mi paseo matutino, un gitano que daba cuenta de un piscolabis en la calle, sentado frente a una mesa plegable de camping apoyada contra la fachada de un edificio, se dirigió a mí a voz en cuello:
-¡Eh, usted! Veo que está interesado en el nombre de la calle. Le hace honor a la bataola que debió armarse aquí hace casi mil años, advirtió. Al parecer todo empezó en el mercado y en la discusión por quién se llevaba la última trucha de la pescadería. Y la que se armó fue de pantalón largo.
Por educación me acerqué a donde mi guía espontáneo daba cuenta de un almuerzo tempranero junto a tres colegas. Tras desearles buen provecho y descartar echarle un taire a aquellos cuellos de pollo en pepitoria como los que hacen en el bar la Teja de Vitoria, comenzó a contarme una curiosísima historia sobre el misterio que habitaba tras el curioso nombre de aquella calle. Aunque antes me aleccionó sobre el refrigerio y la mesa plegable en la misma acera de la calle del 'Motín de la trucha':
- Es que en casa tenemos dos terrazas, una ésta y la otra del otro lado del edificio, y vamos variando en función del viento para estar lo más a gustito. ¿Si gusta usted? Me invitó.
Agradecí la invitación que descarté con un agradecimiento sincero y me insistió en la trifulca con unas pinceladas que espolearon mi curiosidad. Viéndome la cara e intuyendo la mosca tras mi oreja, el patriarca arrimó una banqueta a la mesa, me la brindó con su manaza abierta e inició el cuento, como si estuviéramos en Marrakech en la mismísima Plaza de los Muertos.
En el invierno del año de nuestro señor de 1158, comenzó con teatralidad como si estuviera oficiando una misa mientras todos a su alrededor guardábamos un silencio reverencial, tuvo lugar a muy pocos metros de aquí una revuelta popular que se llevó por delante a unos cuantos miembros de la nobleza de la ciudad y con ellos su papel principal en el gobierno.
Contaban mis abuelos que escucharon a sus abuelos que en el mercado de la ciudad un pescatero estaba en el trajín de envolver su última trucha para un zapatero que acababa de adquirirla. En ese mismo momento apareció por el puesto de pescado el criado de un noble de la villa de nombre Gómez Álvarez de Vizcaya. Viendo el criado que no había género suficiente y que la trucha iba camino de la bolsa del zapatero, reclamó aquel pez como le habían enseñado a hacer hasta entonces, apelando al privilegio nobiliario y postulando su prevalencia en la compra, ya que su señor era un noble.
Pueden imaginar que la discusión fue subiendo de tono y que la gente se fue agolpando en torno a los tres protagonistas, el pescatero, el zapatero y el criado del noble. Obviamente la inmensa mayoría de parroquianos se puso de parte del zapatero que acabó llevándose la trucha a casa.
Pero como sabe todo el que anda en trifulcas, puntualizó aquel experto en duelos, aquello no iba a acabar allí. Los nobles, alertados del suceso por el criado, se afanaron en meter en el trullo a los cabecillas del tumulto y dieron en convocar una reunión con toda urgencia para atajar aquel insulto a su abolengo, dándose cita aquí en frente, en esta iglesia de Santa María, para organizar una respuesta contundente a aquel desafuero.
Los ciudadanos, y particularmente los comerciantes y profesionales, viendo que pintaban bastos y que les iba a caer la del pulpo a nada que se despistaran, decidieron tirar por la calle del medio. Aprovechando la reunión, encerraron a los nobles en la iglesia apuntalando las puertas con todo tipo de enseres y le pegaron fuego al edificio. En el interior se hallaba el mismísimo hijo del 'Tenente' de la villa, Ponce de Cabrera, nombrado a tal fin por el mismo rey de León, apuntó Melquiades, que así se llamaba el anfitrión, subrayando la apreciación con gesto de preocupación. No se salvó ni el tato de tan tremenda hoguera, terció con mohín de pesadumbre.
Pensarán ustedes que el rey envió sus tropas, rebanó pescuezos y restauró el orden inmediatamente. Y se equivocarán como me equivoqué yo cuando me lo contó mi abuelo. Porque las cosas sucedieron de otro modo muy diferente. Los comerciantes, industriales, profesionales y, en fin, todos los que mantenían la economía de la ciudad salieron por patas y cruzaron la frontera, amenazando al monarca leonés con ponerse a las órdenes del rey de Portugal si no autorizaba su vuelta sin castigo alguno y no cesaba al 'Tenente' de Zamora -al que acababan de churruscarle el hijo- por sus continuos desmanes y abusos.
El rey, previendo la ruina de la ciudad de Zamora, huérfana de burgueses, comerciantes y profesionales, pensó que estos, pese a todo, estarían mejor con él que con su enemigo el rey de Portugal y les concedió el perdón a cambio de que reedificaran la iglesia que a partir de entonces, y hasta hoy mismo, pasaría a llamarse Santa María la Nueva. Y aquí paz y después gloria, remató el patriarca con un ademán torero.
Me levanté raudo y fui al bar de enfrente donde me agencié una botella de un vinillo de Toro que estaba de muerte para aliviar la garganta del contador de historias y agradecer los pormenores de su cuento. En honor a la verdad, he de reconocer que la historia vino a mi cabeza leyendo estos días a Thomas Piketti, el reconocido economista francés, anunciando que «el mundo está en una situación similar a la que llevó a la Revolución Francesa; la pregunta es si el cuestionamiento de este sistema se hará en el desorden o de manera apaciguada», ha subrayado en múltiples entrevistas.
En el afán de aportar que me caracteriza, pensé que el método zamorano de terciar en conflictos aúna el modelo Robespierre y su dictadura del terror con el de la ejemplar transición española, con final pactado con la corona. Así que no sería descabellado aconsejarle a Piketti que hablara con el gitano zamorano por ver si este maridaje podría aportar una tercera vía para poner fin al capitalismo en crisis. Y le he enviado al gabacho una copia del 'Motín de la trucha' para que piense si le cuadra y arreglamos esto antes de que explote con una visita a Zamora. Digo.
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