Uno por millón
Se non e vero... ·
Cuando las estadísticas revelan que morirá un paciente por millón, hoy todo el mundo hace lo contrario que cuando echa la bonoloto. Que es dar por sentado que el agraciado no será élSecciones
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Se non e vero... ·
Cuando las estadísticas revelan que morirá un paciente por millón, hoy todo el mundo hace lo contrario que cuando echa la bonoloto. Que es dar por sentado que el agraciado no será élCuando las estadísticas revelan que inoculándose tal o cual vacuna morirá un paciente por millón, hoy todo el mundo hace lo contrario que cuando echa la bonoloto. Que es dar por sentado que el agraciado no será él. Qué ironía. Y además, eso de que ... hace años te vacunaran y ahora te inoculen tiene resonancias sospechosas. Que no sé por qué no lo dejaron en pinchar o en poner la vacuna, como toda la vida, y tuvieron que utilizar sinónimos tan inquietantes sólo por darse importancia.
No deja de ser contradictorio el hecho de que cuando te vas a Tanzania a ver guepardos, cebras y elefantes y tienes que ponerte la vacuna contra la fiebre amarilla, como la pagas de tu bolsillo para obtener el visado e irte de vacaciones, te importa un bledo que el porcentaje de reacciones adversas sea muy superior al de la AstraZeneca. En este caso, hasta te ves capaz de soportar la inoculación sin pestañear, porque ni siquiera lees el consentimiento que le firmas al médico de 'Vacunación Internacional' de tu provincia, orgulloso del pedazo de viaje que te vas a pegar y de lo que vas a fardar en el Facebook colgando las fotos.
De igual modo, te vas al tatuador para ir a la moda y te acribillan la piel y la billetera con tu aquiescencia para escribirte en la piel cualquier chorrada en chino, que aunque no sepas muy bien lo que significa mola lo exóticas que quedan aquellas casitas del alfabeto mandarín. Como si un chino se tatuara un 'Móstoles' en el brazo porque le gusta la sonoridad de las esdrújulas castellanas sin saber el significado ni haber escuchado el cuento de las empanadillas de Martes y 13.
Hasta recuerdo que en una ocasión, sentado pacientemente en el inodoro y sin ninguna revista con que entretenerme durante el tránsito, cayó en mis manos el prospecto de instrucciones de una caja de tampones que por allí sesteaba. No me caí de culo porque como les he dicho estaba sentado, cuando leí que había un síndrome de muerte inmediata por el uso de semejantes canutillos de higiene íntima documentado científicamente, con todo lujo de detalles, pelos y señales. Lo que, pese a todo, no ha impedido hasta la fecha el fin de su uso entre el público femenino.
Queda meridianamente claro que somos capaces de sufrir y de asumir riesgos, pero sólo cuando nos da la real gana y por razones tan peregrinas que no llegamos a entender muy bien. Por eso no deja de asombrarme pensar dónde hemos llegado como raza después de este largo recorrido evolutivo sobre el planeta Tierra, desde que abandonamos el agua y reptamos, y gateamos más tarde, y trepamos luego a los árboles huyendo de los depredadores, para bajar de las ramas al suelo nuevamente y acabar por convertirnos en el depredador por excelencia, ya pie en tierra, hasta que, ironías del destino, pastoreamos y cultivamos para acabar esta historia de éxito asumiendo el papel gregario del cordero del rebaño al abrigo del redil.
Ahora la humanidad afronta nuevamente el desafío de escapar de una muerte cierta por causa de un virus que no alcanzamos a ver, porque hace tiempo que tiramos el microscopio de Borrás que nos regalaron cuando niños para hacer experimentos de química y con el que a punto estuvimos de incendiar la casa con aquella reacción del puñetero sodio, que como para llamarse Na.
Y nos remangamos y hemos sido capaces de asumir el reto y de organizar el tinglado mundial de las vacunas en tiempo récord como nunca antes en el devenir de la investigación médica y, tras un éxito científico sin precedentes, resulta que como espíritus sensibles que somos algunos prefieren correr el riesgo de morir por causa del virus a soportar los efectos adversos de la vacuna liberadora. Y entre susto o muerte eligen muerte. Y entre muerte o molongo, va a ser que primero molongo y después muerte también.
Quizás la desconfianza ante las vacunas venga del hecho de que no se acabe de entender bien esto de que son como la Coca-Cola, y que tienen unas fórmulas secretas que están amparadas por las patentes y la propiedad intelectual, aunque una sea para darse un gusto -mezclada bien con ron o con vino tinto- y las otras para quitarse el disgusto de morirse. Y siente uno como si el mundo no fuera de los ciudadanos ni de las democracias, sino de las farmacéuticas que, como antaño los sacerdotes, reclaman una muerte por cada millón de vidas.
Ya me advirtieron hace años mis abuelos en el pueblo cuando niño -presta atención, Juanito- que me casase con una farmacéutica, que así tendría garantizados y a mano los remedios para la salud y para el débito conyugal, así como toda suerte de suplementos vitamínicos necesarios a tal fin. No hice caso de este buen consejo ni de tantos otros que fui recibiendo y así me lució el pelo. Con lo bien que me hubieran venido en estos tiempos que corren.
Sabemos que a lo largo de los años han sido muchas las civilizaciones que han realizado sacrificios humanos para contentar la voracidad insaciable de sus dioses, siguiendo indicaciones de unos sacerdotes que reclamaban pagar un precio por fortalecer la cohesión del clan. Se trataba así de pagar un peaje imprescindible, una suerte de diezmo a la divinidad, por el uso de la vida misma. Como si nuestra existencia tuviera que sufragar un impuesto por la supervivencia y la vida fuera algo así como un recurrente pago a cuenta.
Quién no ha visto películas como 'Apocalypto' y tantas otras en las que sumos sacerdotes rebanaban pescuezos ajenos con suma diligencia sobre pirámides aztecas a modo de altares, para que los dioses derramaran su lluvia sobre las cosechas. Cada sequía, entonces, no era vista sino como el castigo de un Dios al que había que satisfacer con carne humana.
La conclusión que aparece con nitidez es que vivir es la principal causa de muerte y que nada es gratis porque al final siempre pasa alguien con la factura de la consumición. Y has de abonarla, quieras o no. Y uno cavila y trata de entenderlo, pero la respuesta se muestra escurridiza como esa llave que nos gasta la broma de hacer como que no es de la cerradura que es.
Y en estos días sueño de forma recurrente con una civilización semidesnuda, harapienta y cubierta de liendres y piojos, pintando de nuevo las paredes de una caverna imaginaria, abrumada y temerosa por los ruidos que resuenan en el exterior y que no sabe bien cómo demonios interpretar, tan amedrentados como estamos.
Y me despierto enrabietado y me niego a entregar la cuchara. Y me digo que inmunidad de rebaño sí, pero con menos corderos y más ovejas negras. Que hoy son necesarias menos truchas y más salmones, que al menos le llevan la contraria a las aguas del río, empeñados en remontarlo hasta su nacimiento contra todo y contra todos. Y me ducho y me voy a trabajar. Oye, más bonito que un San Luis.
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