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Maura Murga brinda con un cliente con su 13 estrellas, un espumoso «ni francés, ni catalán, alavés» que despachó ayer en su puesto del Mercado.

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Maura Murga brinda con un cliente con su 13 estrellas, un espumoso «ni francés, ni catalán, alavés» que despachó ayer en su puesto del Mercado. RAFA GUTIÉRREZ
Mercado de Navidad en Vitoria 2020

El mercado de las mil diferencias

La edición más atípica de la tradicional cita se celebra sin bullicio, sin aves, con distancias y largas colas. «No tiene nada que ver», aseguran los fieles

Martes, 22 de diciembre 2020, 10:20

Era un día este en que los hortelanos, los conserveros, los bodegueros, los pasteleros y también los tasqueros de todos los bares de alrededor se frotaban las manos con la promesa de hacer una buena caja. Este martes sólo la clientela, distanciada, enmascarada, repetía ese gesto aséptico antes de entrar a la plaza España. Si, como en uno de esos juegos de 'busque las 7 diferencias', se antepusiera una imagen tomada hace un año –o hace diez o veinte, tanto da– con las que se repitieron ayer durante todo el día en el tradicionalísimo Mercado de Navidad de Vitoria, el lector no encontraría siete, hallará mil. Empecemos: no hay bichos cacareando, no hay talos, no hay cachitos de chorizo para probar, no hay ni la cuarta parte de la mitad de gente y solo un tercio de toldos de rayas blancas y azules. No hay alegría. No hay ganas de celebrar. No se ve, pero lo único que permanece intacto es el esfuerzo de los productores por ofrecer, a pesar de todo, lo mejor de la despensa alavesa.

Empeñarse en sacar adelante uno de los eventos más multitudinarios del año, uno de los que más personas se concentran por metro cuadrado en estos tiempos de obligado distanciamiento, asepsia y miedo, implica, sí o sí, renunciar a buena parte de su esencia. Las viejas costumbres aprehendidas durante 63 ediciones de mercado, los trucos de los compradores más curtidos ya no sirven. Lo comprobaron los más madrugadores, esos que suelen acudir de los primeros, ya no tanto para hacerse con el mejor género si no para evitar aglomeraciones. A primerísima hora ya se había formado una enorme cola a la única entrada de la plaza, que rodeaba el Monumento, y desbordaba la Virgen Blanca hasta rebasar la esquina de El Mentirón. Y no eran ni las diez de la mañana.

Organizados y distanciados, los clientes más fieles aguardaban su turno para acceder a la feria, donde se había fijado un aforo limitadísimo de 150 personas. En general, demostraron bastante paciencia. «Me parece normal, si tenemos que hacer fila todos los días hasta para comprar el pan, con más razón para esto», razonaba Jesús Mari Puente. Tras él, Asun Martínez, con su carrito vacío, no lo veía tan claro. «¡Madre mía, cómo está esto, de bote en bote! Estoy por irme a casa y volver más tarde, aunque a mediodía será peor», vaticinaba la mujer. Se equivocaba.

Las colas fueron menguando con el paso de las horas, cuando la organización fue ajustando el flujo de personas, constante, sin apenas tiempo para detenerse en los puestos para curiosear. «Es que aquí se viene a comprar, no a marujear», señalaba Adolfo Orruño. «Pero una cosa es eso y otra es que parecemos ganado en una feria, oyes, ahí dando vueltas todos en la misma dirección», le contestaba, con sorna, Luismi Zárate. Sí, Luismi, no te faltaba razón. Con todas esas flechas, con ese recorrido marcado y esas salidas, uno tenía la sensación de estar en un Ikea del agro alavés.

«Muy seguro»

«Es raro pero hay mucha seguridad, los puestos –43, sólo un tercio de los que se suelen abrir– están muy separados y, en general la gente está siendo bastante respetuosa, bastante más que en muchos supermercados», apuntaba Alfredo Conesa, que salía cargado con varias botellas de txakoli y un par de botes de miel de la Montaña Alavesa. Con menos puestos, mucho menos surtido. Además de la cacareada ausencia de las aves de corral, también se echó en falta ese olorcillo a talo recién hecho y, sobre todo, faltó, mucho, pero que mucho producto fresco.

«Venía a por unos cardos y una berza, que las suelen traer muy buenas, pero nada», lamentaba Josefina Arias. En efecto, entre las mil diferencias que ayer los más fieles al Mercado encontraron, llamó la atención la falta de frutas y hortalizas. Patatas (a tres euros la malla de cinco kilos) y legumbres trataron de suplir ese vacío. No faltaron los estupendos quesos, los sempiternos pasteles vascos –todos los mejores, todos campeones de no sé qué certamen–, buenas trufas, estupendo txakoli, la miel más dulce, el aceite más puro... todo convenientemente plastificado, envasado y al vacío. Y, por supuesto, sin posibilidad de catar. «Se echa en falta ir de puesto en puesto picoteando», se sonreía, por encima de la mascarilla Juanlu Sánchez.

Ayer corrió más el hidroalcohol que la sidra y el txakoli. El personal de la organización lo servía a puñados a la entrada y a las dos salidas (una hacia Dato, la otra hacia Correos) y las rigidísimas medidas sanitarias, también se notaron a la hora de apoquinar las compras. Entre las cajas (medio) llenas, se colaron los datáfonos para el pago con tarjeta y –sobre todo– el Bizum. Oro Lavín optó por pagar con este método una botellita de aceite de Lapuebla de Labarca.

«Por lo que veo, la mayoría de puestos lo aceptan, al final es normal porque es más seguro, yo ya apenas saco dinero en efectivo», apuntaba la joven, recién llegada de Bruselas para pasar las fiestas en familia. «Es una pena porque este es un día muy bonito, no me lo pierdo nunca y no tiene nada que ver al de otros años». «Sobre todo, porque, ya es mala pata, este año, que no podemos estar a gusto ha salido un solazo, ni llueve ni hace ni pizca de frío», replicaba Rakel Markinez. Ahí va otra, la mil (y una) diferencia. Ojalá el que viene...

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