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Ves esa finca con todas esas plantas secuchas, con todas esas hojas pochas, un poco como la lechuga que se te ha quedado mustia en el frigorífico, allá al fondo del cajón de la verdura, y te dices que vaya pena de cosecha, que menudo ... cabreo debe de gastar el pobre agricultor por haber perdido tantas y tantas hectáreas de cultivo. Y, sin embargo, Javier, nuestro Javier, se sonríe, te da una palmada en el hombro y te saca del error. Sólo el urbanita despistado puede esperar que a estas alturas el campo esté verde y lozano. En realidad, que todas esos surcos tengan esa apariencia caduca sólo es una señal inequívoca de que el momento de la cosecha se va acercando. En la tierra, el tubérculo ya está a punto de ser recogida. A veces, donde no hay mata sí hay patata.
Si decíamos allá para comienzos de abril que de aquellas patitas que Javier fecundó en la tierra nacerían unas muy hermosas destinadas a llamarse Monalisa y Lucinda, ahora el momento del parto se hace inminente. En la semana 16 de esta gestación feculosa, las últimas ecografías -a lo vivo-, muestran que las criaturas están a puntito de ver la luz. «En una semana, tendremos que empezar a cosechar», calcula el agricultor mientras extrae con mimo patatas del bancal.
Lustrosas, de buen tamaño, las patatas ya parecen listas para ir derechitas a la frutería y de ahí, a la sartén. Pero no. «Les falta hacer piel todavía», destaca el agricultor mientras mece la patata en sus manazas y acaricia la superficie, lisa, con las yemas de los dedos. «Si la cosecháramos ahora, el más mínimo golpe la dañaría», explica. El asunto es que a estas alturas la planta todavía sigue desarrollándose. Puede que demasiado. «Necesitan estar todavía algo más de tiempo, pero si se hacen demasiado grandes, no sirven para el consumo: el mercado demanda patata más pequeña, cuando el calibre es demasiado grande, aunque pesa más, penaliza en su precio».
Para encontrar ese equilibrio tan complicado entre el fruto en estado y tamaño óptimo, Javier, como el resto de patateros alaveses tienen que recurrir estos días al quemado de las plantas. Suena alarmante, pero es una técnica bien segura en la que no interviene ni una chispa, ni una llamita. En realidad, consiste en tratar las fincas con carfentrazona, un compuesto (perfectamente regulado, seguro y garantizado) que, en última instancia, hace que la planta agoste más rápido y el tubérculo deje de crecer. La mata se seca y la patata no desarrolla más su volumen.
En el tractor, equipado con la taurus 3007TR, ese depósito que lleva adosados unos brazos aspersores grandotes, Javier trata a diferente intensidad de chorro cada palmo de tierra. Al mismo tiempo, la máquina va dejando pequeñas bolitas anaranjadas por la tierra. Es una especie de señuelo para limacos, el otro gran enemigo de la patata ahora que la cosecha es inminente. «Estas semanas son así, de estar muy encima, este es un cultivo muy exigente, que necesita mucho cariño», cuenta el agricultor que, cada pocos metros, realiza catas para comprobar el estado de los tubérculos. No se desarrollan todas por igual en una misma finca. La composición de los suelos, su exposición al sol y a la lluvia, son determinantes para el crecimiento.
«Es que mira, mira qué cosa más bonita», suelta Javier al desenterrar unas patatas hermosas, todavía delicadas. Su tono, nada cursi, pero sí emocionado sólo lo puede entender el que ha estado trabajando esa tierra durante tantos meses, el que ha estado regando a manguerazo y aspersor esas hectáreas, para que su producto sea óptimo. Hay algo de orgullo de padre en él al mostrar el fruto de su trabajo.
Después de dejar las fincas revisadas y regadas, después de cercionarse una y otra vez que todo está correcto (un poco como cuando uno vuelve a casa para comprobar que, en efecto, ha dejado la plancha apagada), Javier ha decidido tomarse unos días de asueto para coger fuerzas ahora que arranca la muy exigente cosecha. Y lo de unos días es literal. Cuatro, ni uno más, tiene reservados muy a su pesar de su familia, de los críos y de su mujer, que ya están más que acostumbrados a quedarse en casa cuando el resto del mundo se larga unos días. El trabajo en el campo no da tregua y, aunque nadie consideraría que pasar cuatro días fuera de casa puedan ser unas vacaciones, a él le saben a gloria. Y también a puro remordimiento. Seguro que ahora, mientras esté de asueto, mientras lea estas líneas, quizás apurando una cervecita, Javier estará pensando en sus patatas. En cómo estarán. En cómo les irá.
Desconecta, descansa, agricultor, agricultores patateros porque la que se os viene encima, es de órdago. Ya lo sabéis. Según las últimas cifras del Gobierno vasco, de 2020, Álava produjo 1.238 hectáreas de patata. Es el único territorio, ya no sólo vasco, también del entorno, que produce más de este cultivo tardío que remolacha. De hecho, aquí hay más campos de patatas que toda la superficie agrícola de Bizkaia entera. Y eso son muchas, muchísimas patatas que cuidar, arrancar y cuidar. El pasado año que no fue tan bueno como esperaba, se alcanzaron los 45,1 millones de kilos. A ver cómo vienen ahora Lucinda y Monalisa.
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