Las lluvias vuelven a inundar tumbas y nichos en El Salvador

Marisa, una mujer que se puso en contacto con este periódico, siente mezcla de dolor por la muerte de su madre y estupor. Al abrir el pasado fin de semana la sepultura familiar de tres pisos, la familia se encontró el inferior inundado. Sus padres ahora no reposan juntos, como querían. Una losa de hormigón separa el féretro de la mujer del de su esposo, «que no sabemos cómo estará, porque estaba sumergido», lamenta. Reclama una solución para que no pase más.

Otro ciudadano expresó también su preocupación el pasado día 18 en la aplicación online que recoge las denuncias de los vecinos. Enterró a su padre en una fosa con dos palmos de agua y a la inquietud que le causó dejar así las cosas se le sumó una preocupación. «Veo un problema de salubridad porque contamina una agua que no debería estar ahí». Otra familia regresó con las cenizas del padre a casa, incapaz de depositarlas en un hoyo inundado.

Cada vez que ocurre esto, los operarios del cementerio bombean el agua para poder realizar el sepelio en condiciones, pero con frecuencia se vuelve a anegar. Sube el nivel del acuífero cuaternario, lo que se suma al mal estado de las canalizaciones subterráneas del cementerio, que con los años están rotas por las raíces de los árboles, e inunda todo. La parte más afectada es la que rodea la glorieta central, pero en temporada de grandes lluvias o deshielo ha llegado a afectar a los nichos de las partes más altas. «Hay días que es como tratar de vaciar el mar a paladas», relata un antiguo trabajador del camposanto.

Este cementerio, el más grande de la provincia, se construyó en 1973 sobre terrenos inundables y desde entonces arrastra este problema. Allí se entierra en nichos, sepulturas sobre tierra, fosas comunes o columbarios a buena parte de los cinco alaveses que fallecen de media cada día.

Hay más de 5.000 panteones, y los que mejor cuidados están pertenecen a familias de etnia gitana. Para esta comunidad honrar a los muertos es de vital importancia. La compra de uno de estos sepulcros y la tasa anual de unos 40 euros que pagan les supone un gran esfuerzo económico. Pero el dolor que sienten cada vez que levantan una fosa y ven todo inundado va más allá de lo material. «Para nosotros es algo cultural, queremos vivir y morir dignamente. Honrar a las personas que ya no están es una manera de estar cerca de ellos y pensar que no sabes cómo están ahí dentro es traumático», explica Pascual Borja, portavoz de la asociación gitana Gao Lacho Drom. «Esto nos llena de desazón y rabia».