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En las últimas 'ecos', de tan sólo hace semana y pico, ya se veía que todo marchaba bien, que vendrían al mundo a su tiempo ... y que, salvo complicaciones de ultimísima hora, el 'parto' sería tan extraordinario y anodino a la vez como siempre, tan trabajoso y fatigoso para sus progenitores como siempre. Mona Lisa y Lucinda, las reinas de la patata alavesa, las criaturas más esperadas de los agricultores, de las que el campo alavés se siente más orgulloso, nacen estos días por toda la provincia en una cosecha marcada y enfangada por las lluvias de este arranque de septiembre.
Como tantos y tantos agricultores de la provincia, Javier Ortiz de Orruño, al que EL CORREO sigue durante todo un año de trabajo, de sol a sol, está inmerso estos días en la cosecha de la patata, que se espera fructífera. Según las últimas cifras del departamento de Desarrollo Económico, Sostenibilidad y Medio Ambiente del Gobierno vasco, el pasado año se sembraron en Álava 1.238 hectáreas de patata (574 de esas hectáreas, destinadas a siembra) y este año, a falta de cifras finales, se superará, de largo, esa cifra. Está por ver, finalmente, si la producción también estará al mismo nivel.
«La climatología ha acompañado bastante, la planta no ha tenido enfermedades y eso ha tenido un impacto directo en el producto», aseguran desde la cooperativa Udapa, que agrupa a más del 80% de los productores del sector. Nadie se aventura a adelantar que este será un cosechón, pero sí se esperan alcanzar los 45 millones de kilos que, según las últimas cifras del Gobierno vasco se produjeron en 2020.
La faena arranca antes de las 8.00 horas y poco antes, mientras apura el primer café de la mañana, Javier se maldice por las lluvias que han caído en los últimos días, que han embarrado el campo y han desbaratado todos sus planes para la semana. «Estos días, más que nunca vives pegado a la aplicación del tiempo», destaca mientras revisa el pronóstico para los próximos días. No dan bueno. Habrá que darse brío.
Al contrario que el cereal, la cosecha del tubérculo resulta muy «exigente y muy estresante», apunta el agricultor. Sí, en el campo, a pesar de la enorme tecnificación de las faenas, se hace evidente que este cultivo requiere todavía de mucha labor manual. De hecho, Javier y Edurne, su mujer, tienen que echar mano estos días de cinco obreros para sacar adelante unas largas jornadas que arrancan casi al alba y frisan el ocaso. Claro, la gran parte del curro cae en los hombros de metal de la cosechadora, un gigante que engulle surco a surco, mata a mata, las patatas y que lleva adosada una especie de 'casita' en la trasera. Es allí, bajo esa lona, donde se hace una primerísima criba para detectar los primeros tubérculos defectuosos. Las patatas pasan una a una por una cinta. Las golpeadas, las que la máquina ha espachurrado, se echan para atrás.
Las elegidas van a parar a un remolque con capacidad de 18 toneladas. Resulta pasmosa la velocidad a la que se llena. Javier, al volante del tractor, enfila hacia Júndiz, ese polígono que estos días sintetiza a la perfección qué es, qué sigue siendo Álava: una tierra de industria y de agro, de patata y furgoneta. El remolque del patatero deja atrás a la factoría que estos días vive en vilo por esos dichosos chips, imprescindibles para que las cadenas de montaje sigan funcionando. Vale que el negocio de Javier está sometido al capricho del tiempo, pero él tiene la certeza de que sembrará y recogerá, poco o mucho, pero recogerá.
Tras pasar por la báscula, Javier descarga en el enorme pabellón de la cooperativa Udapa, el gigante alavés del tubérculo. Entrar aquí, a esta nave enorme, es como hundir las narices en el cestillo en el que uno guarda las patatas en casa pero a lo bestia. Aquí estos días no hay tiempo para tomar resuello. Los operarios apenas le pueden dar un par de caladas a los cigarros, que se quedan a mitad. En un día se procesan más de 870.000 kilos de patatas en estas instalaciones.
No paran de entrar y salir tractores, con sus remolques hasta los topes. «Hay días que aquí hemos trabajado desde las 6.00 hasta las 2.00 de la mañana», aseguran, exhaustos, Álavaro y Jon, responsables de calidad de la cooperativa. Agotados de ver pasar tanto tubérculo, a ellos, el proceso, cómo todas esas patatas entran y se seleccionan, les resulta ya de lo más anodino, pero al visitante, aquello no deja de resultarle curioso como la Caretaker, una enorme máquina de tres pisos de altura, limpia, selecciona y clasifica los ejemplares.
Desde el remolque del agricultor, un sistema de cintas esparce el producto para que los responsables de calidad puedan revisarlas, una a una, al tiempo que realizan controles de temperatura aleatorios con una sonda especial. Más tarde, unos rodillos se encarga de limpiar las patatas del exceso de barro y tierra, que caen, y son descontados del peso que el remolque ha marcado en la báscula. A partir de ahí, los tubérculos pasan por otras cintas que, como una suerte de colador gigantesco, se encargan de seleccionar cada unidad por calibres, cinco, de 45 a 80 milímetros, de ahí se distribuyen a unas grandes cajas de madera, las 'cunas' donde descansarán Mona Lisa y Lucinda, las criaturas que Javier ha engendrado, gestado y parido con tanto esfuerzo.
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