No sé si recuerdan aquella canción de Los Stop de 1967. Cantaba las tribulaciones del turista 1.999.999 que, recién aterrizado en Mallorca, perdió la ocasión de haber sido el turista dos millones, y con ello las atenciones derivadas de tal efeméride, por darse ... demasiada prisa en bajar del avión. Seis décadas después, y ya sólidamente levantados los imperios turísticos al abrigo del franquismo, los laureles del triunfo de aquel modelo languidecen en unas islas a punto del colapso.
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Hoy el turismo se está convirtiendo en el nuevo maná económico para ciudades, pueblos y autonomías que, o bien no saben hacer otra cosa mejor para cuadrar sus balances, o no se han enterado de lo que vale un peine. Apostar por el turismo a estas alturas viene a ser como irse al Guria pretendiendo hallar allí el amor de tu vida.
Sostengo, con un criterio personal muy discutible, que el turismo es una nueva pandemia para la que no hay vacuna que valga. Una vez infectado, estás más jodido que un pulpo en un puchero. Porque no hay marcha atrás para quienes transitan la senda de abrirse de piernas ante las legiones de neoturistas ávidos de petar la memoria del móvil. Ciudades para enseñarlas o para vivirlas. Arduo equilibrio.
Recuerdo cuando los fines de semana eran tan placenteros y uno podía tomarse un vermú en el centro de mi ciudad. Con apretones y apelotonamientos, es verdad, pero también con la seguridad de que el camarero te reconocía y conocía tus preferencias –cañita y un pincho de huevo con gamba, marchando, ordenaba sin dudar a la cocina–.
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Hoy, por el contrario, se organizan unas colas ante el mostrador los fines de semana, que ríete tú de la ventanilla de la estación de ferrocarril. No sé por qué, pero como esto no cambie da la impresión de que algunos establecimientos llevan camino de morir de éxito.
Recuerdo cuando viajé a Sicilia y me alojé en un apartamento maravilloso en el casco antiguo de Siracusa. En Ortigia, que así se llama el barrio por el que paseara sus huesos Arquímedes, no hallé ni rastro de aquellos ecos milenarios, infestada como estaba de gentes que pisoteaban ignorantes el mismo suelo que Platón convirtiera en suyo. Los sicilianos –sin duda lo mejor de Sicilia– brillaban allí por su ausencia, parapetados en los pueblos del interior.
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No hace falta ser muy inteligente para saber que Vitoria no es Siracusa, ni Taormina Legutiano. Pero no estaría de más pertrecharse, ahora que aún estamos a tiempo, para poder ofrecer nuestras calles y plazas sin renunciar necesariamente a la autenticidad, como principal seña de identidad.
Cada vez que escucho a los responsables de mi ciudad relatar el incremento de las visitas, de las pernoctaciones y del dinero dejado en las arcas de hosteleros y hoteleros con tanta satisfacción –como en la canción de Los Stop–, me pregunto si hay alguien pensando en cómo evitar la gentrificación de nuestro Casco Viejo, por ejemplo. A pesar de que por aquí no paseara Platón, sino el Sacamantecas.
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