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Imaginen que acuden a comer a un restaurante de la ciudad para celebrar cualquier acontecimiento o, sencillamente, por el hecho de que les apetece hacerlo. Les saludan al entrar al local, comprueban su reserva y les conducen al comedor.
Una vez allí, cuando les muestran ... su mesa, ustedes recogen los platos, cubiertos y servilletas que yacen allí abandonados por los comensales del turno anterior. Los acopian, los llevan a la cocina y los dejan sobre la encimera de inoxidable para que alguien los introduzca posteriormente en el lavavajillas industrial. Acto seguido, pertrechados con todo lo necesario, regresan a su mesa con la vajilla limpia, el mantel, la cubertería y la cristalería a cuestas.
Al fin, y una vez montada la mesa y acomodados los comensales, escanean un QR descolorido y solicitan la comida elegida al camarero, maître o similar. Al cabo de unos minutos, cuando les advierten de que sus platos ya están listos, pronto y bien mandados, se dirigen al mostrador habilitado a tal efecto para recogerlos, llevarlos hasta la mesa, sentarse y empezar a comer.
Éste, como pueden imaginar, es todavía un escenario distópico. Pero recuerden lo que hoy les anticipo, porque acabaremos viviéndolo con normalidad en cualquier momento, al paso que va la hostelería en nuestra ciudad. Aquí, como en el mercado en general, se ha impuesto la colaboración público privada. Y para tomarte algo en cualquier terraza vitoriana debes estar dispuesto a remangarte, cogerte la mesa de un montón habilitado a tal efecto o bien recoger los restos de las consumiciones anteriores y hacer de porteador hasta el interior del establecimiento. Pedir un trapo, limpiar la superficie de formica y regresar para asomarte a la barra y esperar tu turno. Allí te recibirá un amable, servicial y sonriente camarero que inquirirá quién va el próximo con cara de urólogo dando instrucciones en una consulta.
No sé si lo recordarán, pero cuando el Covid-19 campaba por sus fueros, las medidas higiénicas que se arbitraron para prevenir los contagios fueron súper estrictas. Guantes, mascarillas y desinfectantes eran el pan nuestro de cada día. La norma de uso común en nuestras calles era que no había quien se sentara en una mesa de la terraza de cualquier establecimiento hostelero, antes de que un camarero o un propio desinfectara mesa y sillas con sumo cuidado y dedicación.
Unos meses después, como ya no hay covid, no te limpia la mesa ni el tato. Sólo faltaría. Y si quieres tomarte algo, recoges los vasos y copas del anterior cliente, y se los acercas a la barra del bar. O, si no le haces ascos, los dejas en tu mesa para anidar entre una montonera de vidrio y migas de pan, si hayas un resquicio en el que dejar tu consumición entre semejante ecosistema.
Así, con el devenir del tiempo y la superación de la penúltima pandemia, los clientes de los bares de Vitoria nos hemos convertido en una suerte de 'recogevidrios' y camareros a tiempo parcial. Hacemos el trabajo que debiera hacer el personal del propio local, como si aquello estuviera incluido en el precio, con una naturalidad adquirida que resulta pasmosa y sonrojante a la par.
Lo que antes constituía un sacrilegio –una mesa sucia–, hoy es moneda común. Y parece que no estuviéramos suficientemente escarmentados del pasado inmediato de virus y confinamientos. Porque meter los dedos en el vaso del anterior cliente para poder usar una mesa sin migas ni restos de pellejos de gambas o mayonesa, como hacemos ahora, no es sino un brindis a la hepatitis, a la gripe aviar, a la gripe común, a la faringitis o a cualquier enfermedad respiratoria de las que menudean estos días y atestan consultas y salas de urgencias.
Pero como anticipa el refrán, siempre que se cierra una puerta se abre una ventana. Y mal de muchos, epidemia y oportunidad de negocio. Así que en vez de sombrillas de Coca-Cola o Martini, en nada veremos los bares patrocinados por compañías farmacéuticas que aplauden estas pautas de conducta antihigiénicas porque les procuran un aumento de ventas.
Imaginen parasoles y mobiliario de terraza con los anagramas de Paracetamol, Ibuprofeno, Moderna o Pfizer en calles, plazas y paseos. Ya no digamos, si las funerarias de la ciudad promocionan servilleteros y otros adminículos de hostelería en un guiño al marketing rompedor y a la futura clientela.
¿Es mucho pedir, me pregunto, que a la hora del vermut los bares concurridos contraten a alguien para estos menesteres? ¿Es mucho esperar que a uno le limpien la mesa de la terraza cuando esta se desocupa, preservando una mínima higiene en el quitaipón? ¿Es acaso una ilusión vana aguardar un servicio básico de los establecimientos de hostelería?
En esta ciudad somos mucho de ocurrencias y de récords con aval institucional. Y lamentablemente hemos pasado del 'pintxo-pote' de Vitoria al 'friega-pote', como si estuviésemos en plena campaña de 'adoptemos un bar' a base de fregar mesas. 'Vino y acarreo de vidrio, a un euro con cincuenta'.
Puede parecer una exageración el ejemplo que señalaba al principio, pero creo que estamos en vísperas de que haya que llevarse el vaso o la copa de casa para tomarse unos vinos fuera del domicilio. La Fiesta de la Vendimia o Ardoaraba no son sino un banco de pruebas de acceso masivo al abrevadero.
Hasta la fecha, lo de llevar el cáliz al cuello colgando del portacopas estaba reservado a acontecimientos de calle. Pero no desechen la idea de que esto se implante cualquier día en Vitoria, para poder procesionar de garito en garito. Y que con la excusa de no compartir salivas ajenas, nos pongan un collarín y una cadenita y vayamos de potes con la copa colgando en vez del cencerro.
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