El 28 de diciembre conmemoramos el día de los Santos Inocentes. Esa efeméride de la que se da cuenta en los evangelios, que relata los avatares del nacimiento de Jesús y el empeño de un tal Herodes por rebanar los pescuezos de los recién nacidos ... para evitar el advenimiento de un presunto Mesías.
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Hoy nos aclaran los expertos estadísticos que, analizando el censo de población de hace dos mil veinticinco años y las tasas de natalidad, la cantidad de niños menores de dos años en Belén no ascenderían a media docena por aquel entonces. Al parecer, esos cuadros clásicos que reflejan masacres de centenares de niños acuchillados por los hombres de Herodes pecaban de un exceso de entusiasmo por parte de los propagandistas cristianos.
Recuerdo de niño cómo el sacerdote de la parroquia de Ariznabarra nos aleccionaba tanto con las primeras enseñanzas de la catequesis como con los primeros azotes que el aprendizaje llevaba aparejados, pertrechado con una vara de avellano que don Benito manejaba con tanta pericia como afán instructor.
Las huellas en las piernas duraban semanas y eran de tal calibre que acabaron llevando a mi padre –hombre católico, apostólico y romano, de orden y disciplina– a tener unas palabras con el cura que, según pude constatar posteriormente, bastaron para cortar de raíz la contumacia de sus golpes.
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No pude escuchar aquella conversación. Tan sólo vi que, sin pestañear siquiera, mi padre se acercaba a unos milímetros de la oreja del cura para que aquello quedara entre ellos dos. Más tarde aprendería aquello de 'una palabra tuya bastará para sanarme' (Mateo 8,8) y en verdad agradecí a mi padre el alivio que su actuación me prestó.
Pues bien, cuando nos adoctrinaban con la noche de los Santos Inocentes temblábamos como hojas los educandos. Había allí más tensión que en Iberdrola, y el clímax del relato nos llevaba a apretarnos unos con otros, para soportar aquella narración tan cruel como despiadada.
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Es curioso que aquella degollina oficial haya vuelto a reproducirse por aquellos lares dos mil años después; y que el tal Herodes aparezca hoy como un pringado si lo comparamos con un tal Netanyahu, empeñado en triturar los récords bíblicos por goleada, añadiéndole tres o cuatro ceros a las estadísticas bíblicas.
No deja de asombrarme la pasividad y la distancia con que encajamos este remake de los Santos Inocentes en una sociedad mayoritariamente cristiana como la nuestra. Quizás sean necesarios dos mil años más para que las nuevas ediciones de la Biblia certifiquen no sólo los miles de nuevos Santos Inocentes de Gaza, sino el clamoroso silencio de aquellas generaciones a quienes nos bastó apagar el telediario para no soportar a los nuevos Herodes y evitar recordar aquellas catequesis de nuestra infancia.
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En Vitoria no somos tanto de Herodes ni Netanyahus, como del Sacamantecas. Si no, que se lo digan al 'niño que come uvas' del Belén monumental de Vitoria y al gañán que le amputó el brazo. Se trató probablemente de una de esas apuestas nocturnas de «¿a que no hay huevos?». Qué lástima que el mundo esté tan sobrado de huevos y tan ayuno de sensibilidad.
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