Sucursal de Agurain en la que se cometió el atraco en 2019. blanca castillo

Rififí en La Llanada

Se non e vero... ·

La Audiencia Provincial, entre pitos y flautas, les calzó quince años de cárcel por aquel atraco en la sucursal del pueblo de Agurain a punta de pistola

Domingo, 23 de julio 2023, 00:23

Nunca pensé que un buen día acabaría por decidirme a asaltar un banco y llevarme todo el efectivo que hubiera en la sucursal, por muchas películas de atracadores buenos que hubiera visto en la tele a lo largo de mi vida. Más que todo, pensando ... en que mi padre, que en paz descanse, pudiera estar observándome desde el cielo. Sé que después de sus esfuerzos por llevar a sus seis hijos por el buen camino, se revolvería en su tumba si llegara a saber que uno de sus vástagos se había convertido en un ladrón.

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Pero a pesar de todo, mi percepción había ido cambiando con los años y sé que mi aita me perdonaría por trenzar aquel plan que habíamos estado pergeñando estos últimos meses para ser llevado a efecto después de la inminente jubilación que nos aguardaba con el cambio de año.

Allí estábamos los tres, como el trío de las Azores, en la lonja que nos había facilitado Alfonso para planear el golpe, con el susodicho propietario del inmueble, conmigo mismo y con Patxi, el tercero en discordia. Todos inclinados alrededor de un tablero de aglomerado sostenido por dos caballetes sobre el que reposaba un plano lleno de multitud de apuntes y notas autoadhesivas.

En aquel momento todavía abrigábamos dudas sobre la ejecución del plan hasta que el periodista David González, en una crónica de sucesos publicada en este diario que tienen entre manos, acabó por convencernos involuntariamente de que no era descabellado protagonizar un 'Rififí' a la alavesa.

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Resulta que hace apenas cuatro años, allá por 2019 –contaba D. G. en su crónica–, tres sexagenarios atracaron una sucursal bancaria en Salvatierra y se llevaron la bonita suma de cincuenta mil setecientos noventa y cinco euros de la oficina. Se trataba de tres sesentones y el más joven de ellos contaba con sesenta y dos años. Entre los tres acreditaban cerca de las doscientas primaveras.

Algo debió de salir mal porque dos meses después de perpetrado el atraco, la Ertzaintza echó el guante a estos tres talluditos tras una investigación minuciosa que concluyó con su detención. Trincaron a los tres inexpertos y vetustos chorizos y los depositaron en Zaballa a la espera de juicio y con pensión completa –all inclusive-. El dinero no apareció. Faltaría más. Y todavía hoy se desconoce si se lo fumaron, se lo bebieron o se hicieron un Dioni y cerraron algún club de alterne de carretera para su exclusivo solaz y particular desparrame.

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El caso es que la Audiencia Provincial, entre pitos y flautas, les calzó quince años de cárcel a cada uno de ellos por aquel atraco en la sucursal del pueblo de Agurain a punta de pistola. Los abogados de los tres aficionados hicieron lo que de todo leguleyo se espera y recurrieron al Tribunal Supremo.   

Contra todo pronóstico, la más alta instancia mostró más benevolencia que la audiencia alavesa aceptando una de las tesis de la defensa. El caso es que el alto tribunal estimó que, si bien el trío calaveras había cometido un robo con intimidación –llevaban una pistola– con el agravante de disfraz y reincidencia y el atenuante de toxicomanía, les redujo diez años la condena que les habían facturado por el delito de detención ilegal, dado que habían maniatado a cuatro personas.   

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El Supremo señaló que cuando los delincuentes abandonaron el banco, el cliente y los tres bancarios que habían sido retenidos se deshicieron en menos de tres minutos de las bridas que les habían colocado. «Las bridas fueron colocadas de manera floja, lo que indica que la intención no era causar daño, tan sólo llevarse el dinero», apuntaron los jueces en la sentencia.

Los quince años de la primera condena se redujeron a cinco, y estos cinco a poco más de dos por buen comportamiento durante su estancia en la instalación carcelaria de Zaballa. Pese a que no he leído ninguna referencia periodística más, a estas alturas la revisión de la condena habrá permitido ya hace años que los reos descansen en sus respectivas casas.

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Analizado el caso con la intensidad que merecía, Alfonso, Patxi y un servidor llegamos a la conclusión de que el famoso trío de Salvatierra había cometido una serie de deslices que nosotros íbamos a corregir en la secuela que estábamos dispuestos a protagonizar.

Primero, las bridas serían sustituidas por vendas y bálsamo de árnica con que, a modo de momificadores, envolveríamos a operarios y clientes, evitando rozaduras y abrasiones que pudieran agravar la pena en caso de aprehensión y encierro.

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En segundo lugar, y puestos en lo peor, el atenuante de toxicomanía aconsejaba iniciar una dieta de consumo intenso de maría para la obtención del beneficio penal de toxicomanía. Allí estábamos los tres con un canuto cada uno envueltos en una humareda asfixiante, el gesto ausente y los ojos girando en direcciones opuestas.

En tercer lugar y no menos importante, había que paliar el agravante de utilizar disfraz para evitar ser reconocidos. Al parecer, el Código Penal establece que si te ocultas o disfrazas para cometer un delito muestras un ánimo criminal que hay que castigar específicamente. Por tanto era preciso que nuestro atraco se llevara a cabo a cara descubierta.

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Finalmente, Patxi que había ido a un curso de talla en Artes y oficios, esculpiría una pistola de madera a golpe de buril y la pintaría de gris acero para sortear el agravante de «a mano armada». El trabajo le había quedado impecable al jodido. Daba el pego y parecía Harry el Sucio. Bordaba lo de 'Make my day' de Clint Eastwood.

Habíamos repasado el mínimo detalle a conciencia. Yo con raya en medio y gafas de farmacia estaba irreconocible. Me había cruzado con mi mujer a propósito unas cuantas veces y no se había percatado de mi presencia. El 'stress test' estaba siendo superado con holgura.

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Eran las dos menos cinco de la tarde y hacía treinta y siete grados, cuando tres desconocidos que apestaban a maría se disponían a acceder a la sucursal de aquel pueblo de la Llanada Alavesa. Obviamente tenían cita previa a nombre de un vecino cliente, cuya identidad habían usurpado. Se trataba de la obra social del día...

Se preguntarán ustedes por qué ahora estos neófitos delincuentes estábamos a punto de dejar atrás tres trayectorias tan ejemplares y anónimas como las que acreditábamos, peinando canas y con un tropel de nietos que llevar a la guardería. Los tres habíamos depositado nuestros fondos en aquel banco. Y los tres llevábamos observando mes tras mes cómo ascendían los costos del Euribor para nuestros hijos hipotecados, mientras que los intereses para los depositantes continuaban a un ritmo deplorable. ¡Aquello no era un atraco, no! Se trataba de un acto de gallardía.

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– ¡Todo el mundo al suelo!, gritó Alfonso con voz cavernosa y aquella pistola reluciente de madera en la mano.

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