Corría el año 1969, un 29 de septiembre para más señas, cuando Francisco Franco Bahamonde, alias 'el Generalísimo', entraba bajo palio en la catedral nueva de Vitoria en una ceremonia presidida por el cardenal Dell'Acqua. Junto a su Excelencia, se dieron allí cita 'la ... collares', Carmen Polo, una nutrida representación del gobierno franquista y un sinnúmero de prebostes locales prestos a marcar paquete.
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El público se arracimaba enfervorecido en las inmediaciones del evento, con motivo de la visita del caudillo para inaugurar la Nueva Catedral de María Inmaculada, Madre de la Iglesia. Se trataba de un templo rematado de forma chapucera, a falta de donaciones, cuya primera piedra había sido colocada con ínfulas y vanidades por Alfonso XIII en 1907 y cuyas obras estuvieron paradas de 1914 a 1946 por falta de presupuesto.
Aquella mañana, los niños, siguiendo instrucciones de las monjas del Hogar San José, nos apostamos a lo largo de la calle Castilla pertrechados con banderitas rojas y gualdas, para saludar al paso de un Rolls Royce negro que destellaba bajo el sol como si fuera de charol.
Ni el mismísimo diputado general conoce la anécdota. El cuartel general de Franco se certificó en la Casa Palacio de la Diputación Foral, desde cuyo balconcillo el Generalísimo se dirigió a la multitud que allí se congregaba para celebrar tan especial efeméride. Unos días antes, y siguiendo instrucciones del séquito de la jefatura del Estado, se había habilitado un despacho en la Casa Palacio de la Diputación al servicio de su excelencia. Y a última hora, según refieren los servicios técnicos de Diputación, la intendencia del Pardo exigió un retrete anexo al despacho por si un apretón inoportuno hiciera necesaria una evacuación intestinal del generalísimo.
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Con las prisas, y no habiendo tiempo para fontanerías, pronto y bien mandados, los servicios técnicos de la arquitectura foral habilitaron un inodoro junto al despacho, y un barreño en el piso inferior, para que la fuerza de la gravedad operara el prodigio sin mayores sofisticaciones. No se ha hallado documento en los anales de la historia foral que señale si hubo o no necesidad fisiológica por parte del dictador; ni estudio 'coproarqueológico' que constate si hubo donación o alumbramiento digno de reseña.
A falta de certificaciones historiográficas, he de reconocer que ignoro el por qué de estos oscuros y apestosos pensamientos. Quizás vinieran tras leer estos días que la segregación escolar de Vitoria alcanza cotas que nos acreditan como líderes nacionales, dada nuestra acreditada voluntad de agrupar inmigrantes a cascoporro en colegios públicos para evitar contagios en los locales. También leí que hay una campaña inmunda en redes sociales y otros circuitos de baja estofa que se oponen a que Vitoria albergue una residencia para refugiados y perseguidos políticos.
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Y pienso que lo doloroso no es tanto que estos fenómenos se produzcan, sino que no le preocupen a nadie ni sean causa de protestas o reivindicaciones. Pensando con perspectiva, creo que efectivamente Francisco Franco nos dejó una deposición aquel día en su visita a Vitoria. Una mercancía destinada a emponzoñar nuestra convivencia. Y que los restos de aquella función intestinal en sede foral alimentan hoy, como entonces, el discurso del odio con similar virulencia. Maldito retrete.
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