
A Pablo Calvo, en el corazón
Se non è vero... ·
Se nos fue 'el de Río' en un visto y no visto, en menos de una semana, sin darnos un chance para haberlo visitadoSecciones
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Se non è vero... ·
Se nos fue 'el de Río' en un visto y no visto, en menos de una semana, sin darnos un chance para haberlo visitadoSe nos murió Pablo Calvo, 'el de Río', con sesenta y cuatro años. El muy cabrón se fue en un visto y no visto, en ... menos de una semana, sin darnos un chance para haberlo visitado; como si hubiera preferido desvanecerse sin alharacas y hubiera pactado con dios o con el mismísimo diablo para que le recordáramos tal cual era, con su sonrisa franca de buena gente, sus manos acompañando a sus palabras vehementes y esa mirada de niño perpetuo con una curiosidad impenitente.
Siempre pensé que Pablo se había exiliado de Vitoria en Urrugne a sus treinta y ocho años, aunque acabé entendiendo que en su decisión pesó más la firme voluntad de criar a sus hijos lejos de los tabúes y prejuicios heredados a este lado de los Pirineos. Para él y para muchos de nosotros, Francia representaba el laicismo, otra atmósfera en la que construir una familia sin herencias envenenadas y con una cultura abierta al mundo. No hay más que charlar cinco minutos con sus hijos para reconocer que acertó de pleno y que hizo un magnífico trabajo junto a Ana, la mujer de su vida.
De la última vez que vi a Pablo guardo un recuerdo imborrable. Fuimos a recoger a mi nieta en un colegio de Biarritz y aproveché para llamarle y echar un rato juntos. Nos recibió como un robinsón urbano en Hendaya. Un sombrero de pescador, una camiseta de manga larga de rayas horizontales y un pantalón de chándal le conferían el aspecto de un explorador. No podía tomar el sol por prescripción facultativa. Aquel expedicionario nos llevó por un paseo precioso entre riscos y bosques junto al océano Atlántico ejerciendo de guía y anfitrión, como alguien que muestra su más preciado secreto, sólo para nuestros ojos.
Una de las tres fotos que conservo de aquel día es la de un ramo de hortensias rosas y fucsias que su mujer cortó para la mía del jardín de su casa. Todavía recuerdo que mi esposa las acomodó en un florero sobre la mesa del salón. Le envié una foto de aquellas flores para darle las gracias por su amabilidad y por su capacidad de hacernos sentir en nuestra casa. He de decir que su sonrisa iluminaba el mundo y su generosidad a la hora de hacerte sentir bien rayaba el delirio.
Pablo, 'el de Río', reinaba detrás de la barra del bar que arrasó en Vitoria por años. Se iba a Londres, Francia o Nueva York a buscar vinilos para estar a la última cuando no había móviles, ni Spotify ni cristo que lo fundó. Y su inquietud le llevó a todos los lugares a los que la movida condujo a aquella generación del 1960 en un tobogán supersónico.
Montó proyectos que hoy recordamos con nostalgia. Y se empeñó en sacar al parque de la Florida de la atonía decimonónica, apostando contra una dinámica de ciudad de provincias que todavía arrastraba Vitoria; una ciudad sumergida entre ordenanzas municipales hechas para encorsetar y controlar toda la energía soterrada que bullía luchando por emerger en aquella Vitoria bien pensante del siglo pasado.
Pablo era como esos árboles que proporcionan una sombra infinita bajo la que habitar, cobijarse, sestear y charlar con los amigos. Cuando el árbol muere, todo el ecosistema que abrigaban sus ramas siente una orfandad irreemplazable. Llevaba todo el siglo en Francia, aunque venía por Vitoria para visitar a su ama cada quincena. Aún continuaba siendo un penitente vitoriano. –Si quieres algo de Vitoria me dices, le escribí en un guasap antes de nuestra última cita. –Que arreglen el centro, me contestó.
Y en esas seguimos, compañero del alma.
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