![Hemoal, por compasión](https://s2.ppllstatics.com/elcorreo/www/multimedia/2023/07/09/Imagen%20juancarlos-k9XF-U200724956656AQD-1200x840@El%20Correo.jpg)
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Tuve muchas experiencias y he llegado a la conclusión que, perdida la inocencia, en el sur se pasa mejor. Para hacer bien el amor hay que venir al sur, lo importante es que lo hagas con quien quieras tú», cantaba Raffaella Carrà con ese golpe ... de cuello hacia atrás que hacía volar el flequillo a una velocidad hipersónica y que no les recomiendo imitar si estiman sus cervicales. «Sin amantes, quién se puede controlar. Sin amantes, esta vida es infernal», remataba aquella rubia desaforada y apoteósica.
En Vitoria, no lo duden, las cosas funcionan de modo diferente, porque si se te ocurre hacerle caso a Raffaella y deambular en coche por el sur de la ciudad tienes muchas posibilidades de caer en una honda depresión y de precisar ayuda profesional a riesgo de acabar en el frenopático. Hasta el punto de que el Colegio Profesional de Psiquiatría acabará encontrando en el tráfico de Vitoria un inagotable nicho de negocio.
Puedo imaginar el anuncio en las páginas de las revistas especializadas, con una foto del doctor Gutiérrez, nuestro más eminente psiquiatra, compañero de sociedad y amigo, proclamando un: «9 de cada 10 psiquiatras recomiendan evitar conducir por el sur de Vitoria ante el riesgo de contraer enfermedades y desequilibrios emocionales de toda índole».
Quién podía imaginar la pesadilla que se cernía sobre mí, miserable pecador, este pasado lunes cuando, ufano y emocionado, me las prometía felices al enfilar la calle Portal de Lasarte camino de una comida en el restaurante Ibernalo, en plena Montaña alavesa. Un oasis de paz, cerquita de Campezo y de Dios, donde la gente que antes regentaba el restaurante Albéniz de Portal del Rey, hace hoy las delicias de los parroquianos que por allí aterrizan. Con una cocinera como para comérsela, una bartender que borda los gintonics y una jefa de sala que no camina sino que levita por entre los comensales repartiendo ambrosía como una diosa griega.
Ya podía saborear ese bonito con tomate que me aguardaba y con el que había estado soñando hacía unos cuantos días cuando, al sobrepasar la diabólica rotonda que conduce hacia Lasarte, dejando a la derecha las piscinas de Mendizorroza, se me agrió repentinamente el paladar al verme obligado a frenar en seco ante un muro de chapa, ruedas y tubos de escape.
En aquel instante vino a mi memoria algo que había leído sobre el cierre de la calle Maite Zúñiga; que yo que la pobre Maite llamaba al ayuntamiento para que le pusieran mi nombre a otra avenida que no provocara tal sensación de angustia a tantos miles de conductores. También recordé aquel cuento de Julio Cortazar 'La autopista del Sur', en el que narra el microcosmos que se genera en un atasco perpetuo durante el retorno a París en un fin de semana cualquiera y que despierta entre los conductores los instintos más primitivos y salvajes.
Si ya de por sí los viales del sur vitoriano resultan una tortura tortuguil, arribar a la rotonda que da acceso a Maite Zúñiga y ver un lacónico cartel, a modo de dedo índice señalando hacia el cielo con el resto de dígitos recogidos, indicando el cierre de la Vía Apia, casi me da un ataque de caspa. Debíamos desandar el camino andado y retomar el Paseo de la Zumaquera para poder enfilar al fin hacia el Puerto de Vitoria. Yo y unos miles de pardillos que, como moscas embadurnadas en miel, habíamos acudido al señuelo de nuestro glorioso departamento de tráfico.
Siempre he compartido que hay un bien general por el que es preciso sacrificarse y soportar los inconvenientes derivados de vivir en una comunidad que a cambio abriga a sus habitantes frente a la intemperie. Y como urbanitas se nos exige sobrellevar penalidades, porque es bien sabido que para comer tortilla hay que romper huevos. Pero en esta ciudad nos estamos acostumbrando a que en vez de romper huevos para hacer la tortilla del tráfico, prefieran tocárnoslos de modo recurrente con desafueros, desarreglos y faltas de planificación.
Este lunes había salido con tiempo porque debía recoger a mi esposa en Urturi, cambiarme y acudir a la cita gastronómica en el santuario de Nuestra Señora de Ibernalo. Pero una hora después seguía atrapado en aquella maraña de automóviles, sin que un solo agente de policía municipal se dignara aparecer por las inmediaciones para regular el tráfico y aliviar la desesperación de los automovilistas.
Como podrán colegir, tuve tiempo de preguntarme infinidad de cuestiones durante aquellos momentos de cólera contenida. ¿En qué lugar de Vitoria sería más necesaria la presencia de agentes de tráfico que allí, sabiendo que el Bulevar Sur es una arteria -más bien capilar- hipersensible del tráfico local?
¿Existiría un plan de contingencia ante aquella medida de cortar la única arteria del sur? A buen seguro que nuestros aguerridos agentes locales estarían prestando algún otro servicio imprescindible, rescatando algún gato, custodiando el Tour, amonestando cicloturistas o dando por saco y poniendo alguna multa innecesaria en cualquier otro de los rincones de la ciudad. A quién podía importarle que aquel tropel de desgraciados sufridores permaneciera abandonado a su suerte, aguantando en silencio el colapso, sin tener un triste tarro de Hemoal que llevarse a la zona irritada.
El atasco o procesión del Corpus Christi, como se prefiera, con su desfile a paso de buey, sus paradas y sus misterios dolorosos, duró más de una hora en la que colapsaron el Paseo de la Zumaquera y todas las vías en un entorno de dos kilómetros a la redonda. Desde Portal de Castilla a Iturritxu. Desde Algeciras a Estambul. Y ni un solo agente de policía hizo acto de presencia por aquellos andurriales, confiando en el viejo principio institucional de que las cosas se solucionan por sí solas. Más tarde o más temprano.
A nadie se le escapa que el sur es una zona sensible de Vitoria. Hay que cuidar su preservación. Esto es una cuestión de sentido común. Pero, a la par de cuidar el sur, de cuidar la ciudad, digo yo que alguien habrá de ocuparse también de cuidar de los ciudadanos y ciudadanas, aunque tengan la desgracia de verse obligados a moverse en vehículo de tracción mecánica por la city.
De algún modo habrá que conciliar el tráfico con la salud mental de quienes se ven obligados a utilizar el coche, sin que por ello deban precisar cita en el psicoanalista. No me pregunten cómo se arregla este tremendo lío. Que para eso está el tropel de expertos, directores y coordinadores municipales que deben ganarse el sueldo y desenredar la madeja.
Mientras tanto, cantaremos con Rafaella aquellos versos, versionándolos para Vitoria: «Sin agentes, no se puede circular. Sin agentes, esta vida es infernal». Y toma golpe de flequillo y contorsión.
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