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Acababa de morir el papa y el cardenal llamado a sucederle citó a su gran amigo, el rabino de Roma, para resolver una duda que le mortificaba desde hacía años. A un día de la fumata blanca, el futuro papa se entrevistó al fin con ... él rabino en sus aposentos.
- Querido amigo, últimamente he estado consultando los archivos papales de varios siglos y he reparado en que desde siempre se ha ido repitiendo el mismo rito: el nuevo papa ha de recibir una sarta interminable de embajadores y enviados reales de todos los rincones del mundo, que le traen regalos y buenos deseos. Sin embargo, el que aparece el último siempre ha sido el rabino, acompañado por diez venerables ancianos de la sinagoga. Entonces el rabino dice lo que tiene que decir, uno de los ancianos le alcanza un viejo sobre de pergamino amarillento y se lo entrega al papa. Este lo revisa por fuera y lo devuelve al rabino con cierto desprecio. Los judíos hacen una reverencia y se van. Y esto se repite desde que el mundo es mundo y ha de repetirse esta vez también. Dime, mi buen amigo y consejero, ¿qué es lo que contiene el sobre?
- No lo sé -contestó el rabino-. Yo lo heredé de mi antecesor, que en paz descanse; él del suyo y así desde el principio de los siglos. Pero te juro por Dios que no sé qué es lo que hay en el sobre.
- Hagamos, entonces, lo siguiente -propuso el futuro pontífice-. Al pasar vosotros, los judíos, que siempre pasáis los últimos, me retiraré a la biblioteca. Uno de mis cardenales te alcanzará y te invitará a mi presencia. Trae el sobre y ¡veamos por fin qué contiene! ¿Qué te parece? A fin de cuentas, las Sagradas Escrituras no dicen nada al respecto. No ha de ser ningún pecado.
- De acuerdo -accedió el rabino, que tenía fama de librepensador-.
Dicho y hecho. Cuando se quedaron a solas en la biblioteca, abrieron el sobre antiquísimo y ¿qué creéis que había dentro?
- Pues eso -contestó el rabino-, la cuenta pendiente de la Última Cena.
La anécdota la refiere Angel Wagenstein en su maravillosa trilogía de 'Los judíos en Europa', por boca del rabino Bendadid. Con ella, el autor nos ilustra sobre el hecho cierto de que todo acto tiene sus consecuencias, y de que las cuentas pendientes acaban por alcanzarle a uno, más tarde o más temprano. Hasta al mismísimo Cristo. Y si no a él, a su legítimo representante en la Tierra, que deberá afrontar la reclamación del pago de la factura pendiente que dejaron de abonar, hace ya más de dos milenios, en su Última Cena.
Ahora entenderán mejor aquel inocente cambio que no hace tanto se orquestó en el Padrenuestro, oración que pregonamos en la misa dominical, tratando de eludir esta deuda histórica arrastrada desde tiempo inmemorial. Si antes implorábamos aquel «perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores», hoy, tras la oportuna modificación, el texto pasó a ser sustituido por un nuevo «perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden».
A la luz de la anécdota, verán que este cambio que se presumía meramente cosmético tenía mucha más miga de lo que a simple vista parecía. Y esconde un sentido de culpabilidad ancestral que nuestros doctores han pretendido borrar del imaginario colectivo. Porque si hay algo peor aún en esta vida que ser un 'pagafantas' es arrastrar la reputación de moroso. Así que perdonar ofensas, lo que se quiera. Poner la otra mejilla, pase. Pero las deudas se saldan sí o sí; o el estigma permanecerá grabado a fuego para el resto de tu vida.
De justicia es reconocer, en descargo de los deudores, que entonces no había Bizum y pagar a escote resultaba mucho más engorroso, con el subir y bajar de túnicas y el abrir y cerrar de faldriqueras. Hoy estas cosas no suceden ni en los txokos, donde todo está informatizado y se domicilian los abonos para evitar la insolvencia y la molicie de los comensales.
Dice Savater, con razón, que en el fondo todas las sociedades se han enfrentado a los mismos problemas básicos: en las clases bajas, a cómo matar el hambre; en las clases altas, a cómo matar el tedio. Sabe uno cuándo ha ascendido socialmente en cuanto nota que ha cambiado un problema por el otro.
En estos días, para que un tal Tamames mate el tedio, ha decidido matarnos de aburrimiento a los demás con las historias de un abuelo Cebolleta que deja tras de sí un rosario de bostezos y un reguero de caspa.
La diferencia entre la pasión de Jesús y la de Tamames es notoria en el aspecto pecuniario. En este caso, el importe de cenas, meriendas y ágapes conspiratorios del sainete de la moción corre a cuenta del grupo parlamentario de Vox. Y no se dejan facturas pendientes que se sepa, salvo las derivadas de perderse el respeto a uno mismo. Es diferente también en el aspecto dramático, ya que al defensor de la moción de censura no lo crucifican cuando pierde la votación ni lo hacen subir monte alguno con la cruz a cuestas. Aunque no sería descabellado reclamar un cambio en el reglamento del Congreso a este respecto.
Pese a todo, reconocerán conmigo que en el pecado va la penitencia, y que cuando un abuelo deja de ser venerable, pasa a convertirse en un solemne cantamañanas. Máxime en casos como el que nos ocupa en que, no encontrando mejor modo de soportar el aburrimiento, un anciano decide importunar a su sombra y a sus convecinos harto de hablar a solas.
Nuestros actos tienen consecuencias, como bien nos alecciona el rabino de la novela. Y nada es gratis. Aunque algunos se obstinen en fingir creer lo contrario. Tarde o temprano, alguien pasa reclamando deudas y platos rotos. Y hay que satisfacer su importe.
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