En 'Cien años de soledad' Gabo narra que cuando le tomaban las medidas del ataúd a José Arcadio Buendía, durante toda esa noche llovieron minúsculas flores amarillas. «Tantas flores cayeron del cielo, que las calles amanecieron tapizadas de una colcha compacta, y tuvieron que despejarlas ... con palas y rastrillos para que pudiera pasar el entierro».
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En Vitoria quizás no lluevan flores amarillas como en Macondo, pero cada nuevo año y acompañando la llegada del otoño, se derraman miles de castañas a lo largo y ancho de mi ciudad como si se tratara de una inmensa alfombra de cantos rodados extrañamente asimétricos y desiguales; como si una suerte de lágrimas gigantes inundara las aceras de parques y paseos como un tsunami incontenible.
Pareciera como si un limpiabotas las hubiera frotado con tesón y dedicación para que lucieran impecables al repartirse por toda la ciudad. Siempre tan puntuales; siempre adornadas con ese lunar color café con leche -más leche que café- que engalana uno de sus lados.
Las castañas caen por millares y se las arreglan, empujadas por algún tipo de magia, para no darle en la cabeza a la gente ni provocar chichones ni magulladuras. Parece que conocieran la milésima de segundo exacta a la que deben desprenderse de su coraza de pinchos para precipitarse sobre el suelo y rodar como si escaparan perseguidas por el mismísimo diablo.
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Cada vez que huyo de Vitoria para superar el decaimiento mi hermano me envía un mensaje a modo de recordatorio: -Juanito, las castañas pilongas ya están por aquí. ¿No irás a perderte el espectáculo? Y yo regreso como un tonto que, hipnotizado y sin entender bien por qué, acude a cita tan peculiar.
Tan pronto como piso la ciudad no pierdo un minuto en acercarme al paseo de la Senda a recoger las primeras castañas del año convirtiendo mi mano en un planetario. Allí, mientras sostengo un buen puñado en la mano izquierda, con el pulgar de la derecha acaricio suavemente la superficie de la semilla buscando la más mínima imperfección sin hallarla.
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En esta ocasión volvía de Indonesia y entré a un bar del barrio antes de ir a ningún otro sitio. La camarera tiene una sonrisa que ilumina el mundo y ciertamente necesitaba luz a falta de sol. Tras un abrazo cálido me preguntó cómo me encontraba y qué destacaría de cuanto había visto al otro lado del mundo. Sin apenas pensarlo un segundo le dije que las sonrisas. Que todo el mundo te regalaba una sonrisa. Los viejos sonreían. Los niños sonreían. Sus madres sonreían. No tenían apenas nada y sonreían. Porque sí.
-Igual que en Vitoria, le dije con toda la ironía de que fui capaz.
A un par de metros tras de mí se hallaba sentado un tipo al que no había visto. Se levantó y cuando pasó a mi lado mientras se dirigía a la puerta me escupió su particular ongi etorri: -Pues si no te gusta tu ciudad ¿por qué no te piras? Y salió acelerando el paso como hacen los cobardes.
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Busqué una castaña en mi bolsillo. Acaricié su superficie. Respiré hondo. Y me dije que ya estaba de vuelta en Vitoria, efectivamente.
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