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Les pongo en situación con un par de pinceladas. Nuestra escena discurre bajo el gigantesco puente del ferrocarril -también conocido como el puente azul o Juanjo Nanclares- que conecta la Avenida Gasteiz con la Calle Castilla y el parque del Prado.
Allí, a la sombra ... y al resguardo que ofrece el viaducto ferroviario en esta mañana soleada, un fulano de rostro cetrino, que ronda la cincuentena, se afana en tocar el acordeón y amenizar la banda sonora de la zona, sin causar molestia alguna, y proporcionándole al entorno cierto aire porteño. En ese preciso momento está interpretando ese tango archiconocido que hiciera mundialmente famoso Carlos Gardel y que lleva por título 'A media luz'.
«Corrientes tres cuatro ocho, segundo piso ascensor. No hay porteros ni vecinos, adentro cocktail y amor. Pisito que puso mapple, piano, estera y velador. Un telefón que contesta, una fonola que llora, viejos tangos de mi flor. Y un gato de porcelana, pa' que no maúlle el amor».
No puedo evitar echar un euro en el cepillo y repasar los versos mentalmente, mientras cruzo por allí con la prisa del funcionario que debe volver para fichar la vuelta de la media hora del café. Y me digo que en mi ciudad hay alguien que le presta una melodía al paisaje, despertando una sonrisa o evocando un pensamiento sobre el Corrientes 348 particular de cada cual.
Pero es sabido que en Vitoria, cada vez que te adormeces o te despistas, puedes apostar a que enseguida vendrá a despertarte de la placidez un agente del orden apatrullando la ciudad. Así, cumpliendo con el protocolo de modo inmisericorde, un coche de Policía Municipal se detiene bajo el puente, inutilizando uno de los dos carriles que conectan la Avenida con la Calle Castilla. Es martes 19 de septiembre. Y son las 11:45 horas de la mañana.
Nuestros Hernández y Fernández descienden del vehículo que queda mal estacionado sobre el carril derecho obstaculizando la circulación, mientras que se dirigen en comandita hacia el objeto de su operativo. Asoman pues los dos agentes en la apacible escena vitoriana y se sitúan frente al músico. Y de estar acunados 'A media luz' por el tango, los viandantes pasamos al cortocircuito de un silencio repentino por orden gubernativa, que se decía antes.
Los acordes se interrumpen. La música deja de iluminar la calle y el acordeonista, a la vista del panorama que se avecina, detiene su interpretación en el mismo momento en que un peatón deposita una moneda en la caja petitoria que descansa canina sobre el suelo.
Los guardias, totalmente ajenos al coche patrulla y al efecto perverso que éste provoca en el tráfico, entablan una conversación con el presunto delincuente objeto de las pesquisas, y pasan a instruirle sobre las múltiples razones por las que debe poner un mutis a su actuación musical y coger el portante.
Tratándose de probos funcionarios uniformados, presumo que estarán informando al causahabiente del incumplimiento de tal o cual ordenanza, instándole a que recoja el aparejo y se vaya con la música a otra parte. Principalmente al patio de su casa si es particular, donde podrá tocar lo que le plazca con el permiso de la comunidad de propietarios. O en su defecto al conservatorio a seguir un curso lectivo.
Observando la escena con estupor, rumiaba yo la idea de que con la policía sucede siempre algo peculiar. Y es que cuando los necesitas no aparecen nunca, porque andan huérfanos de efectivos. Pero precisamente cuando menos hacen falta se prodigan y se multiplican como por ensalmo para llevar a cabo actuaciones de todo punto innecesarias e irrelevantes.
Parece sensato que los agentes exijan el cumplimiento de las ordenanzas a la ciudadanía en aras al orden y concierto que debe reinar en la ciudad. Pero no es preciso ser un lince para aventurar que en la lista de prioridades de la seguridad ciudadana de Vitoria, de uno a mil, la de darle la brasa al acordeonista seguro que está más cerca de la mil que de la uno.
Y es que junto a las ordenanzas, nuestros agentes debieran ser aleccionados en habilidades tan infrecuentes como la empatía, la cortesía y hasta el sentido común. Vivimos en una ciudad que surfea entre el atasco y el cabreo morrocotudo de los conductores -si será así que le costó el puesto al anterior alcalde-. Y resulta chocante que en vez de salir a la calle a pacificar, a tutelar y a cuidar del sufrido ciudadano -ya sea peatón, ciclista o automovilista-, nuestros agentes no tengan otro pito que tocar que desalojar de su puesto a un músico que ya se ha convertido en parte del paisaje y animador de espíritus con su concertina.
Si lo piensan, para uno que toca sin subvención municipal, podían mirar para otro lado cuando circulan por las inmediaciones, y dedicarse a actividades más productivas que la de tocar los cojones al personal. Que en vez de una regañina tendrían que darle una medalla a este buen hombre, ante tanta panoplia de subsidios como se prodigan desde el erario público para cuestiones infinitamente menos edificantes.
Si esta intervención trajera causa del incumplimiento de la ordenanza de ruido, invitaría a nuestra patrulla a que se pasara por mi calle cada vez que a horas intempestivas los camiones de la patrulla motorizada de limpieza vacían los contenedores sin rubor, despertando a propios y extraños.
Si la actuación policial deviniera de la ocupación de la vía pública sin la licencia pertinente, no es preciso recordar lo obvio. Porque anda que no se han parasitado las calles con la invasión de mesas, sillas y todo tipo de catafalcos por doquier. Que no hay quien deambule por las aceras de mi ciudad sin tener que sortear un tropel de mobiliario desperdigado por doquier.
Si acaso fuera porque desafina, aún estaría justificado el operativo. Pero me temo que los únicos que desafinaban esa mañana de martes eran aquellos dos jóvenes de uniforme. Quizás fuera su bisoñez la que les llevó a interrumpir el tango al no apreciar los sabios consejos de Gardel a los amantes clandestinos: «Y todo a media luz, que es un brujo el amor. A media luz los besos, a media luz los dos. Y todo a media luz, crepúsculo interior. Que suave terciopelo, la media luz de amor». Y es que no se hizo la miel para la boca del asno.
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