La ciudad en que vivo desde hace más de cuarenta años y que he hecho ya más mía que aquella en que nací se me ha quedado reducida a la dimensión de mi limitada movilidad. No pasa de ser para mí un agradable barrio semipeatonal ... de unas pocas hectáreas que frecuento a diario con paso torpe e inseguro. A éste solo puedo referirme en estas líneas y, aunque suene a poco ambicioso en estos días de campaña que invitan a dar rienda suelta a la queja y los deseos frustrados, diré que ni de la una ni de los otros tengo demasiado acopio. Casi todo lo que un ayuntamiento podría ofrecerme lo tengo ya al alcance de la mano. Ahí están, por ejemplo, a cien pasos, mi ambulatorio y el hospital, los dos apoyos de referencia que más precisa una edad como la mía. Está luego, más cercana, una renovada plaza de Abastos, que frecuento cada mañana de camino a la cafetería en que desayuno. A los dos flamantes supermercados que la flanquean se suma una variedad de comercios de cercanía entre los que puedo elegir a conveniencia. Farmacias, tres tengo equidistantes a no más de otros tantos minutos, que es el tiempo que también me lleva llegar a la parada del tranvía. Librerías y quioscos de prensa no faltan en la vecindad, como tampoco centros de variada oferta cultural. Y, para solaz, una hermosa plaza, rejuvenecida y verde, que se llena a diario de niños y ancianos que corretean, unos, y se sientan en sus bancos, otros, para leer, charlar o tomar el sol y dar, de paso, animación al entorno. Hablar, por tanto, a mi edad, de quejas y deseos frustrados sería conducta propia de viejo enfurruñado.

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Límpienme, por favor, la calle, sería la primera demanda de un quejoso ciudadano. No está limpia Vitoria

Pero, en fin, ya que las fechas lo piden, expresaré algunos de los que más me apremian. Límpienme, por favor, la calle, sería la primera demanda de un quejoso ciudadano. No está limpia Vitoria, y es esto un desdoro reprobable para una ciudad que presumía, no hace tanto, de todo lo contrario. Sea la culpa compartida entre ciudadanos descuidados y servicios públicos ineficaces, el caso es que la suciedad callejera se ha adueñado de una ciudad que lucía brillante hace muy pocos años. No es ésta, creo yo, queja difícil de atender. Añadiré otra que sale ya espontánea de los labios de todos mis convecinos. El barrio en que vivo, lo que se denomina el Ensanche, además de sucio, está quedándose triste y desvencijado. Pena da ver alguna de sus tradicionales calles comerciales con establecimientos tapiados a la espera de no se sabe qué oferta. No es ya el centro de atracción de los barrios circundantes, sino un solar entristecido que cierra su vida cuando cesan su actividad sus escasos comercios. No se trata de elitismo centralista. Es el síntoma de un deterioro que, quiérase o no, afecta a la ciudad entera. Un centro abandonado expande desánimo y decaimiento a sus barrios. Y, por hablar del más viejo y bello de todos ellos, aunque saliéndome un poco de mis límites, no puede el de la 'almendra' esperar más a una rehabilitación profunda, siempre prometida y nunca consumada, que, aparte de quienes en él viven, nos la merecemos todos los que queremos y admiramos la ciudad. El casco viejo es una de las joyas que más ennoblece y hace singular a Vitoria-Gasteiz entre todas las ciudades de su entorno.

Déjenme, por fin, expresar mi queja y deseo más sentidos. Malviven en la plaza central de mi barrio, instalados en los bajos abiertos a la calle de algunas viviendas, personas cuya intimidad y desamparo no merecen verse expuestos a la mirada de los transeúntes. La situación es indigna para ellas, dolorosa para los vecinos, indecorosa para la ciudad y denigrante para sus autoridades. Nadie debería verse obligado a dormir en la calle de una ciudad que siempre ha presumido de benevolente. No caben excusas, por bienintencionadas que parezcan. Antes que de grandiosos proyectos de futuro que nos prometen los programas electorales y que nunca se cumplen del todo, sería bueno oírlos hablar de los cuidados personales que deben ser prioritarios para una autoridad municipal, uno de cuyos principales deberes es el cuidado de los débiles y la promoción de la convivencia, sin distinción, entre todos.

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