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Resulta extraño asumir que en las casas en las que hemos vivido en algún momento de nuestras vidas ahora puedan estar ocupadas por otras personas. Pasas por tu antiguo portal, miras hacia la fachada, a esa que fue tu ventana, y te preguntas de qué ... color habrán pintado las paredes esos nuevos moradores de los que nada sabes, qué habrán hecho con esa cisterna que perdía agua o dónde habrán colocado el sofá en el salón. Algo así le pasaba a ella cada vez que caminaba frente a esa casona de la calle Prado de los portones magenta. Se preguntaba cómo sería ahora, qué sería de esos radiadores de fundición pintados en negro, a qué se destinaría el cuarto en el que dormía. Ayer Tina pudo despejar todas sus dudas. Y comprobó que, como ya se imaginaba, esa casa, que ahora es la de todos los alaveses, ya no tiene nada que ver en absoluto con la que fue.
Cientos de personas descubrieron ayer en Vitoria las Juntas Generales en la tradicional jornada de puertas abiertas con la que el parlamento alavés quiere mostrar su trabajo, visibilizar la labor que allí se desarrolla. A algunos les impresionaron esas mullidas moquetas, otros apreciaron el lujoso pasamanos de la escalera principal y las estupendas chimeneas solariegas que ya no sirven para calentar las estancias. Ella conoce muy bien todos esos elementos. Hace muchos, pero que muchos años tenía que pulir y repulir todos esos anaqueles, todas esas repisas.
Tina Vicente, salamantina de 77 años, tenía 15 cuando empezó a trabajar en esa mansión de relumbrón que desde 1987 alberga la zona noble de las Juntas Generales. Formaba parte del personal de servicio (integrado por cinco personas), que se encargaban de sacar lustre, de cocinar y de cuidar de sus ancianos moradores cuando esta era una casa familiar y no la sede de la institución que es hoy. «Esa era la habitación de Begoña, aquella la de los niños... y aquí (donde ahora se encuentra la sala de la Junta de Portavoces) dormía yo», recuerda la señora mientras pasa de una estancia a otra, ejerciendo de emocionada cicerone a los visitantes.
«Está muy, pero que muy cambiada pero todavía me acuerdo perfectamente para qué se utilizaba cada habitación», comenta la nujer mientras conduce a la que fue capilla privada de la casa «donde un cura de El Carmen venía cada domingo a decir misa. Aquí había un retablo precioso», señala Tina, maravillada, mientras abre las puertas de ese cuartito para la plancha que en su memoria todavía huele a sábanas limpias y camisas recién almidonadas. «Yen esa habitación de ahí había muchas plantas y abajo, había otra para los pájaros y en el jardín hubo una pequeña piscina, como un estanque, donde los niños se bañaban», rememora.
Como Tina, cientos de personas recorrieron las distintas dependencias del imponente (y algo laberíntico) edificio que diseñó Martín Saracíbar, el mismo arquitecto que proyectó la Casa Palacio de la Provincia. Mientras, en la calle, sonaba la música de los gaiteros, que acompañaron a los gigantes de Vitoria.
En la plaza de la Catedral Nueva se instaló una carpa que sirvió de escaparate para los encantos de la provincia. La siete cuadrillas alavesas junto con Trebiño mostraron lo mejor de su paisaje y de su producto a cientos de curiosos. Entre ellos, muchos vitorianos, sí, pero también foráneos y algún que otro azkenero despistado. «La edición que viene no nos perderemos las salinas de Añana, nos quedamos impresionados con todo lo que tenéis aquí», prometían Bea Abanses y Pedro Gil, fans zaragozanos de Queens of The Stone Age que se asomaron a la carpa, quizás atraídos por los ricos bocados que se pudieron degustar como la morcilla de Mendialdea o el queso de Oleta con arándanos de la tierra.
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