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Paradojas de la historia, el haz y envés de los contextos artísticos. Asistimos durante estas semanas y mucho más en concreto en este septiembre al ... cincuentenario de la instalación definitiva del friso escultórico de Oteiza -esos apóstoles ¡catorce! tan controvertidos en su día- en la basílica de Arantzazu. Lo que no es tan conocido, pero sí sabido, es que en el relato moderno del principal santuario guipuzcoano, en su génesis a principios de los 50, le surgió al oriotarra un rival muy competente al que de algún modo cercenaron las posibilidades de presentarse con garantías mínimas en la empresa constructiva del nuevo templo franciscano; el escultor Joaquín Lucarini, a quien en aquella aventura tiempo-lugar le desocuparon el espacio físico, como si fuera una de esas cajas metafísicas oteizianas.
Ciertamente no tenía acomodo ni encaje en aquel proyecto estético por entonces y desde hacía bastantes años el gran acaparador de la estatuaria pública en todo el País Vasco y provincias limítrofes. Concurso público de escultura al que se enfrentaba, concurso que enriquecía su currículo profesional y artístico. Resultaba casi infalible, también era infatigable. Del escultor Joaquín Lucarini Macazaga se recuerda que ayer, 21 de septiembre, se cumplió igualmente medio siglo de su fallecimiento en Burgos. Había nacido 64 años atrás, un 14 de junio de 1905, en la localidad alavesa de Fontecha.
Antes de alcanzar la treintena, es decir, ya mucho antes incluso de la violencia fratricida del 36, era Lucarini un maestro consagrado o al menos disponía de unas aptitudes muy acreditadas y superiores a la mayoría de sus compañeros de generación. Y como su actitud resultaba igual de pareja a sus capacitaciones técnicas y artísticas, disfrutó de una trayectoria tan intensa como extensa. Realmente fue un privilegiado. Vivió de su trabajo al amparo de su inspiración, sus esculturas y sus encargos. A su lado, junto con él, otros escultores como Julio Beobide, Ricardo Iñurria, Quintín de Torre, Eduardo Barros o Moisés de Huerta, pero por encima de él, sencillamente nadie. Pocos le empataban y casi nadie superaba su frenética actividad.
Instruido Lucarini en el núcleo artístico bilbaíno, gozó durante años de un emplazamiento privilegiado en el extrarradio de la capital vizcaína, en la Ciudad Jardín, donde se había edificado un conglomerado de viviendas bifamiliares en varias plantas, en la ladera del monte Artxanda. Allí mismo tenía instalado su taller bautizado muy apropiadamente como 'El Olimpo' centro y refugio tanto hogareño como artístico, cuya desaparición años después debido a necesidades urbanísticas lamentó profundamente, ocasionándole uno de sus mayores disgustos.
Con estancias formativas en París, pero principalmente en las ciudades más señoriales del norte de Italia, de donde procedían sus ancestros por vía paterna, fue un joven precoz y muy adelantado desde edad temprana con los útiles de esculpir. Dotes personales y acaso, quizá, con un punto de genética. Su progenitor y otros miembros de su familia habían sido mismamente escultores. Lucarini sobrevoló el panorama escultórico académico incardinándose desde la tradición hasta la modernidad como los mejores representantes de su tiempo. Eso sí, una modernidad figurativa, mucho más allá de lo que propugnaba un clasicista mediterráneo, muy corpóreo y fronterizo en muchos aspectos incluso en lo biográfico, Arístide Maillol, cuando afirmaba: «la escultura consiste en pegar un brazo a un hombre».
Pero el escultor de Fontecha resultó estilísticamente mucho más versátil. Con una praxis realista en su esencia, escrutó el misterio encerrado en la materia confrontando las propiedades de esa misma materia utilizada en la escultura con las directrices que emanaban de su propio espíritu. Aunaba lo físico con lo psicológico. Piedras de muy simpar naturaleza, mármoles varios, las cualidades modeladoras del bronce con el barro o la arcilla y la madera, en sus diferentes propiedades, ductilidades y texturas, atrajeron a Lucarini en su proceso de elaboración. Lo mejor de cada material y de sus conocimientos técnicos y expresivos al servicio de los encargos que recibía de los clientes, instituciones, entidades, empresas y particulares. A tutiplén.
Porque sabía convencer e incluso seducir en sus diferentes ejecuciones de estilo con sus esculturas de bulto redondo o en sus bajorrelieves; en sus asuntos profanos o religiosos. Desplegaba fórmulas escultóricas con un lenguaje realista-simbolista o alegórico, con un naturalismo más o menos preciosista, con un exacerbado y a veces agónico expresionismo, con movimientos muy sinuosos y decorativos de líneas y de ritmos, incluso con composiciones más constructivistas, volumétricas y pesadas. De todo hay en la obra de Lucarini. Trabajos y cualidades artísticas afortunadamente muy visibles para los ciudadanos, pues muchas de estas esculturas se hallan al alcance de todos, pero quizá absorbidas por la realidad tan presurosa que nos reclama diariamente el paisaje urbano.
Ahí se establece un reto, en fijarnos y valorar lo que nos rodea, por ejemplo, en el centro y en algunos barrios de la capital vitoriana, esas esculturas de Joaquín Lucarini a la intemperie que nos acompañan desde hace décadas y las percibimos, en el mejor de los casos, con una anodina indiferencia. Quizá también con ignorancia. La memoria de lo que hemos visto debería enriquecer lo que estamos viendo, nuestra propia mirada, nuestro acervo, la predisposición para ver y comprender. Ahí en nuestro derredor está también el arte.
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