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La Inquisición fue uno de los pasajes más negros de la historia de la humanidad. En España abrieron la espita del desafuero los Reyes Católicos el 30 de mayo de 1431 y hasta 1834 no se abolieron estas prácticas que inundaron de temor y terror a la población. Hombres y mujeres fueron torturados, vejados y quemados en la hoguera, por unos tribunales eclesiásticos que decían que «no interesaba la vida terrenal ya que la misma era un paso a la gloria y la vida eternas». Se estima que unas 2.000 personas acabaron achicharradas en plazas y patios públicos de la Península.
Su objetivo principal era llevar a cabo una limpieza de sangre en toda regla. Judíos, árabes, supuestas brujas, blasfemos, herejes, hombres cultos y otros colectivos influyentes fueros juzgados, condenados y torturados de una forma arbitraria por el Santo Oficio. Uno de los casos más llamativos ocurrió en Francia. Fue pasto de las llamas por herejía Juana de Arco, en el Mercado Viejo de Rouen el 31 de agosto de 1431, cuando rompía el alba. La doncella de Orleans fue una heroína militar, proclamada mártir y santa. Uno de esos casos contradictorios de los muchos que ha tenido desde tiempos remotos la Santa Madre Iglesia.
No nos vamos a referir a Tomás de Torquemada, un sacerdote dominico que sometió las tierras del Reino de Castilla a sangre y fuego. Ni tampoco al proceso inquisitorio, uno de los más famosos y populares, el de las brujas de Zugarramurdi. Vamos a hablar de un pájaro de cuenta nacido en Álava, concretamente en Páganos, a menos de media legua de Laguardia. Un inquisidor, Juan Ortiz de Zárate, que tuvo a Rioja Alavesa atemorizada y sobrecogida por sus actuaciones malévolas.
Nació un 14 de febrero de 1634 en una casa solariega a la entrada del pueblo, en lo que hoy se denomina calle Pío Baroja, número 9. De su niñez poco o nada se sabe. Fue creciendo en una familia eminentemente religiosa en la que el Viejo y el Nuevo Testamento eran su único dogma de fe. De férreas convicciones religiosas, la aceptación de los votos monásticos los llevó a cabo en la iglesia de San Juan de Laguardia, prestando su ministerio en las tierras y matrices de esa villa.
En 1670 solicita una plaza de oficial del tribunal de la Inquisición de Logroño. Era su más ardiente deseo y para ello se le exige una «información genealógica» en la que demuestre sus orígenes (libres de sangre judía, mora o penitenciado por la Inquisición). No hay constancia en los Archivos Históricos Provinciales de Álava de que consiguiese alcanzar esa plaza. Sin embargo, obtuvo el cargo de secretario del tribunal de Zaragoza. A pesar de ese paso, sus miras apuntaban alto, mucho más alto. Intrigando, manipulando a los nobles, a los poderosos y a los obispos y entreabriendo las puertas palaciegas fue tejiendo su poder.
El 1 de septiembre de 1684 es nombrado inquisidor de Cartagena de Indias (actual Venezuela) y en las frondosas tierras allende los mares, donde conquistadores, piratas, gentuza de mal vivir y expresidiarios, expoliaron y masacraron a los indígenas, asentó su particular cátedra inquisitorial.
Amigos, lo que se dice amigos, tuvo muy pocos. Interpuso un pleito criminal al padre Mateo Francisco de Mendoza por «desacato con amenaza». En el libro de relaciones de fe del Tribunal de la Inquisición de Cartagena de Indias se encuentra una relación extensa de los procesos tramitados por Juan Ortiz de Zárate. En nombre de Dios, y con el crucifijo en la mano, se adentraba por la frondosa y verde selva americana amedrentando a los nativos y tribus indígenas.
Regresó a España enfermo, maltrecho y con su alma dolorida, recluyéndose en la casona de sus hermanos, pero sin perder un ápice su espíritu evangelizador, haciendo preservar la moral y buenas costumbres a sus feligreses. Mantuvo serios encontronazos con el escribano de Laguardia, Ignacio Azpeitia Hurtado, que le afeó constantemente su conducta.
Juan Ortiz de Zárate otorgó poderes a Francisco Urbina, su gran amigo, presbítero de la iglesia de San Luis, anexa a San Ginés en la real Corte de Madrid, para que en la hora de su muerte redactase un codicilo con las últimas voluntades prescritas por él. Sin embargo, el sagaz sacerdote le hizo una mala faena al paganés y se nombró a sí mismo «heredero único y universal». Haciendo bueno al viejo refranero, ‘el que la hace la paga’.
Su deceso se produjo un 1 de agosto de 1691 cuando la media noche inundó de sombras su alcoba. A su enterramiento no acudió mucha gente. Hubo más sacerdotes que laicos. A su cuerpo se le dio sepultura debajo del púlpito de la Iglesia de La Ascensión donde la familia tenía en propiedad un diminuto camarín. Lo más llamativo fueron sus súplicas ‘post mortem’, expresando que los oficios sobre en aniversario de su fallecimiento se llevasen a cabo «perpetuamente y para siempre».
En el frontispicio de su vivienda hay un escudo labrado en piedra, en la entrada de lo que fue su aldea, y bajo de él reza una leyenda ‘La Vida es Ansí’. Don Pío Baroja escribió una novela con ese mismo título, pero el escritor donostiarra cometió un importante desliz, confundió la villa de Navaridas con la pedanía de Páganos.
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