Javier comprueba cómo las lluvias se han llevado por delante parte de la cebada sembrada en su finca de Foronda, a los pies de la ermita de San Cristóbal.Igor Aizpuru
La hora de volver a nuestro lado más primario
De sol a sol con Javier. Una serie para analizar el campo alavés a través de los cultivos de un agricultor de Arangiz ·
Javier Ortiz de Orruño, de Arangiz, es uno de los 3.000 alaveses que dependen del campo. Durante un año nos acompañará por sus tierras
El campo es ahora una sucesión de parterres a medio hacer, a medio brotar. Al menos, eso es todo lo que atina a percibir el urbanita, que en esas parcelas delimitadas por caballones y ribazos, sólo es capaz de apreciar tapices de distintos tonos de verde, tejidos todavía por hilitos ralos, por vulgares briznas de hierba, todavía tiernas, todavía endebles. Y, sin embargo, él, al volante de la furgoneta, a través del parabrisas polvoriento, sin apenas apartar la vista de un camino pedregoso y embarrado, con sólo achinar un poquito los ojos sabe perfectamente que en ese finca hay un sembrado de cebada, que allá crece la avena y que en aquel otro campo de más arriba, en unos meses y como cantaba Labordeta, volverán a granar unas espigas altas de trigo dispuestas para el pan.
Una pregunta, ¿sabría usted distinguir la cebada del trigo? Pues según los últimos datos del Instituto vasco de Estadística, el Eustat, en Álava 3.260 los diferenciarían casi con los ojos cerrados. Son los alaveses que sudan la tierra, que se dedican y consagran su vida al campo. A pesar de las toneladas de dificultades a las que se enfrentan cada día, ellos, nuestros agricultores, siembran y abonan el sector primario de la provincia. Pero primario en sus dos primeras acepciones -primero en orden o importancia y principal, esencial- y no en la tercera -primitivo o poco desarrollado-, como desde la ciudad nos hemos empeñado, nos seguimos empeñando en reducir hasta la caricatura al sector.
Javier Ortiz de Orruño, 48 años, piel curtida, manos recias y trabajadas, carácter afabilísimo, tiene poco que ver con ese cliché del labriego tosco. Es uno de esos más de 3.000 hombres y mujeres que aman el campo, que no se ven dedicándose a otra cosa. EL CORREO le va a acompañar durante todo un año para, con su ayuda, volver a dirigir la mirada al campo, al que durante tanto tiempo le hemos dado la espalda. Porque, ahora que no sabemos a dónde vamos, más que nunca necesitamos saber de dónde venimos. De la tierra. Aquí empieza un regreso a nuestro lado más primario.
A mediados de febrero, el campo alavés está aletargado y amodorrado, vive en un periodo de tránsito entre la siembra del trigo que acabó con los últimos estertores del otoño y a la espera de plantar la remolacha -cuando llegue marzo- y la patata, ya al frisar mayo. Y, sin embargo, la actividad de los agricultores no cesa. En este año tan caprichoso, hay algún rezagado que todavía está sembrando cebadas mientras que otros ya las están abonando.
Brotes verdes
«Estamos teniendo un año muy raro -se ve que también en lo agrario- y terminamos inusualmente pronto de sembrar el cereal, después vinieron las nevadas y las lluvias y se ha vuelto a desbaratar todo», cuenta Javier en una de sus fincas donde se aprecia perfectamente los efectos de las intensas precipitaciones de comienzos de año: las partes bajas, que quedaron anegadas, son un barrizal yermo, sólo las partes más altas se han salvado. «Una pena, una pena... aquí no ha quedado nada», lamenta, mientras acaricia unos brotes que se han salvado en medio del lodo tierno.
Hoy, el de agricultor es un oficio que se hereda. En el más estricto de los sentidos. «Poner en marcha una explotación desde cero sería en estos tiempos prácticamente imposible», evidencia Javier. Su padre le traspasó la explotación, que ronda las 100 hectáreas. Sí, es un tipo con tierras. Con muchas tierras. Pero no, no es un hacendado ricachón. «Hace 30 años, una familia entera podía vivir bien, sin demasiadas holguras pero bien, de una explotación de 25 o 30 hectáreas, ahora para ir tirando necesitas cien», ilustra el labrador.
Javier vive con su familia en Arangiz, donde se hizo cargo de la explotación que le legó su padre, con más de 100 hectáreas.
Igor Aizpuru
De fondo, el gran mal, ya crónico, que padece el sector: la baja rentabilidad, progresiva, de los cultivos tradicionales. Un dato. Según las últimas cifras publicadas por el departamento de Desarrollo Económico, Sostenibilidad y Medio Ambiente del Gobierno vasco, un agricultor alavés percibe, de media, 18 céntimos por cada kilo de cebada que recolecta. Hace una década, eran 26. Y, mientras, los precios del gasóleo, de los fitosanitarios y de los abonos no han parado de subir.
Así, desde luego, no salen las cuentas. Y, así, la profesión resulta cada vez menos seductora para los jóvenes: he aquí el otro gran escollo que sufre el agro alavés. El 56% de los afiliados a la Unión Agroganadera de Álava (UAGA) tiene más de 55 años. El relevo generacional no está ni mucho menos garantizado. «Son dos problemas que están unidos, si no hay rendimientos económicos, si cada vez hay más trabas burocráticas, ¿quién se va a querer dedicar a esto?», se pregunta Javier Torre, presidente de la UAGA. «El problema es que la gente quiere estar en el campo, pero no a cualquier precio», remacha.
LA RADIOGRAFÍA
83.093
hectáreas ocupa el campo alavés. Es la superficie cultivada del total de las 303.613
Trigo
Es el cultivo mayoritario, con 22.889 hectáreas, por delante de la uva (13.324 hectáreas). Sin embargo, su rendimiento es muy inferior al de la vid. Se obtienen 5.500 kilos de grano por hectárea cultivada en contraste de los 7.074 kilos por hectárea que da el viñedo alavés.
85
hectáreas es el tamaño medio de las 1.000 explotaciones agrarias profesionalizadas que tejen el sector primario alavés.
Envejecido
El 56% de los afiliados a la UAGA tiene más de 55 años. La falta de relevo generacional preocupa al sector y a las instituciones.
1,8%
sobre el PIB alavés aporta el sector primario. Es el porcentaje más alto de todo el País Vasco.
«El trabajo de un agricultor hoy no tiene nada que ver al de hace 30 años, si no, no quedaría nadie trabajando en el campo», reconoce Javier. Claro que no. Ya nadie se deja los riñones escardando, ya no hay que aventar. Con todo, el oficio sigue requiriendo de un trabajo arduo, muy arduo y de muchas, muchísimas, noches de desvelos. Quizás no se sude tanto dalla en ristre. Ahora les cae la gota gorda frente a las facturas y las liquidaciones trimestrales. Hay que arar a mano toda esa documentación de las ayudas de la PAC, de cuyos vaivenes los agricultores viven tan o más pendiente que de los caprichos del tiempo. Y, aún, así, Javier y los otros 3.000 agricultores alaveses, en sus campos, hinchando sus pulmones de aire puro, no se les ocurre otro sitio mejor donde currar.
- Javier, si te ofrecieran un trabajo, en la Mercedes, en la Michelin, ¿lo cambiarías por esto?
- Ni de broma.
El agricultor: Javier Ortiz de Orruño
Patatero (y a mucha honra), pero también labriego del cereal y la remolacha, Javier, de Arangiz, 48 años, casado y con dos hijos, tiene una explotación de 100 hectáreas. Lleva desde los 25 trabajando en el campo. Tiene el oficio más hermoso del mundo.
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