La señora de la foto es M. Tiene un nombre completo, con todas sus letras, claro. Pero dejémoslo en que se llama M. Sus ojos, vidriosos, apagados y un pelín acuosos suelen ver la vida pasar a través de unas gafas de las de cristales ... gordotes. Su mirada no está acostumbrada a permanecer tapada tras ese tupido velo de píxeles que, para preservar su intimidad, se le ha añadido a la imagen. Pero el caso es que sus días, como los de todos, transcurren ahora en una realidad emborronada.
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A M. le pirra pintar. Y le chifla dar paseos largos con esa silla motorizada suya. M. está estos días triste, mucho, tanto que no puede evitar que se le salten las lágrimas mientras conversa con el fotógrafo. M., como el resto de usuarios de centros geriátricos de toda Álava, de toda España, cuenta que no puede salir de la residencia en la que vive. Y aunque sabe perfectamente a qué se debe su cautiverio en cuarentena, no deja de resultarle frustrante. Precisamente a ella, a ella que está atada a la dichosa silla. Para ella, que sabe muy bien lo que es añorar la libertad de moverse a placer, esos garbeos suyos eran todo un bálsamo.
Aprovecha un rayo de sol en el jardín, con su gorrito de felpa negro y cubierta hasta los pies con una especie de chubasquero morado. Tras los barrotes, la señora recuerda a un frágil pajarito enjaulado. A un gorrión. A usted le sonará cursi esto y puede que tenga toda la razón del mundo. Pero hay que tener el corazón de piedra, la aorta de puro hormigón armado y los ventrículos de encofrado para que no se te haga un nudo en la garganta al tratar de ponerte en la piel de M. y de todos esos mayores que están pasando estos días tristísimos en las residencias. Están solos, aislados, sin contacto con sus familiares.
Cualquiera que haya visitado alguna vez un geriátrico sabe que no pasa, ni de lejos, por el lugar más feliz del mundo. El panorama estos días en la mayoría de estos centros es incluso más desolador.
«Muchos tienen miedo, los que están bien te preguntan qué va a pasar, dónde vamos a llegar y no les sabes qué decir. Claro, ven las noticias y se asustan con lo que ha pasado en la residencia de San Martín (8 muertos y 45 ancianos afectados, nuestro Pripiat en esta crisis sanitaria), con todas esas de Madrid... Muchos lloran. Y hay casos de ataques de ansiedad. Sé por compañeras que, en algunos sitios la dirección ha llegado a prohibir la tele para evitar estas situaciones».
La que habla es Marisa, trabajadora en un centro privado alavés. Tiene la voz entrecortada. Su cansancio y su congoja llegan con total nitidez al otro lado del teléfono. «Es que esto es tremendo, tremendo», se emociona.
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La labor de Marisa, de todas las marisas, eso tan desagradable de limpiar culos, de bañar cuerpos arrugados, de vaciar cuñas, de mover cuerpos frágiles... es estos días más importante que nunca. Cuídenlos. Con cariño. Con paciencia. Son muchos y son frágiles. Como los gorriones.
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