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La Corporación comprueba que los mojones siguen en su sitio y cada año son muchos los vitorianos que ponen a prueba sus piernas para verificar que en lo alto del cerro de Olárizu, desde la cruz que 'vigila' desde el cielo de la capital alavesa, ... todo sigue igual. El paisaje ayer era el mismo y bastaba con alzar la vista para corroborarlo. Pero faltaba la esencia de la romería, las miles de personas que cada lunes después de la festividad de la Virgen se daban cita en las campas para despedir al verano. Porque la pandemia volvió a ser ayer un bache en el camino de esta tradición.
Pese al frío y la suspensión de actos, varias decenas de fieles romeros cumplieron con la tradicion y tras desenfundar sus bocatas para cargar pilas volvieron a hacer cumbre. Sin los tradicionales ingredientes que animan este día –ni talos, ni gigantes, ni cucaña–, otros muchos guardaron las zapatillas en el armario y reservaron fuerzas para el año que viene, confiando en que la 'nueva normalidad' permita recuperar el pulso.
La interminable fila de antaño ayer era corta. «La tradición hay que mantenerla como buenos vitorianos. Si no vienes sientes como que te falta algo», comentaban, a medio camino, Luis González y Eva Roa. Durante la subida, esta pareja echó en falta el calor de la gente. «No tiene color, está más descafeinado. Incluso entre semana hay más gente...», comparaban, antes de cumplir con la cita:«Cuando llegamos, tocamos siempre la cruz». Y lo hicieron.
Como marca la tradición...
... Pero sin tantas emociones
Y claro, la proeza había que inmortalizarla. «Todos los años nos sacamos una foto –los selfies reinaron en la cima–. Ahora podemos ver el paso del tiempo», se reían María Gago y Tomás Santos. Pero a esa foto le faltaba color. «Se echa en falta ese bullicio de otros años». «Verlo así de triste...», compartían, apenados.
Entre ese puñado de personas que recuperaba el aliento contemplando la ciudad de fondo se encontraba Elena Ruiz. «Cuando haces la romería, te reencuentras con tu niñez», confesaba. Una memoria en la que ya escriben sus primeros capítulos las pequeñas Ane y Nahia, de 5 y 7 años. «¡Teníamos muchísimas ganas!», celebraban ellas. «Es como estar en el fin del mundo, te da una sensanción de libertad... Si no es por la romería, no estaríamos aquí», añadía su abuelo, Salvador Fernández. Unos primeros pasos en la tradición que también empezó a dar el pequeño Yoel, acompañado por sus padres Ivan Delgado y Eugenia Pua. «Nos ha dicho que ya quiere volver».
Y después del esfuerzo llegó el turno de la merecida recompensa en las campas, algunos con mantel puesto y todo. «Llevamos viniendo toda la vida, aunque esta vez solo a la merienda», compartieron José Luis Caicedo, Marisa Lejería, que acuedieron con su hija Soraya y su nieto Yeray. Una campa medio vacía en la que sentarse no era un problema.
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