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Sin los topónimos estaríamos perdidos. No sabríamos adónde vamos, ni de dónde venimos y, aunque su «función práctica y geográfica» nos resuelve el día a día, el valor que esconden sus letras es mucho mayor. «Son patrimonio cultural, un legado para el futuro», sostiene Roberto ... González de Viñaspre, presidente de la comisión de onomástica de Euskaltzaindia. Este filólogo, y académico de número desde 2018, recorre el mapa alavés y disecciona un puñado de esos nombres para EL CORREO. Desde la comarca de Ayala, con denominaciones impertérritas al paso del tiempo, como Amurrio, hasta Rioja Alavesa.
Los topónimos, cuenta, «parten de una intención de describir» –como Laguardia, que alude a su construcción fortificada– y tras los años, los siglos, «quedan fosilizados como nombres propios». Pero su evolución «es constante». Unas veces por el uso de los propios hablantes en el boca a boca y otras por la investigación, «ingente» en la década de los ochenta, que demuestra «la necesidad de cambiar», explica. En Salvatierra, por ejemplo, se rescató «el extremo cronológico, anterior al fuero», Agurain, que «ha cuajado bastante bien» en el territorio.
ROBERTO GONZÁLEZ DE VIÑASPRE
Presidente de la comisión de onomástica de Euskaltzaindia
Hoy, dice el máximo responsable de la comisión de onomástica, el estudio toponímico se encuentra «bastante avanzado y no hay mucho margen para la sorpresa». Esos pasos dados en la investigación, precisamente, revelaron algunos errores, como haber rebautizado Biasteri a Laguardia o Langraiz Oka a Nanclares de la Oca. «Lo honesto es reconocer la equivocación», comenta. La preocupación entre quienes cuidan de estas palabras se centra en los últimos años en «el cambio de vida en la zona rural» y su vaciado, que puede hacer caer más de un nombre en el olvido.
No es casualidad, como casi nada en la toponimia, que la villa amurallada de Laguardia se llame así. «Alude a las fortificaciones propias de zona fronteriza», describe Roberto González de Viñaspre. La denominación aparece hace más de 800 años en el fuero otorgado por el rey Sancho el Sabio y Euskaltzaindia propuso, bastante después, en 1979, Biasteri como nombre en euskera. Lo tomó del Libro de Laguardia, escrito en el siglo XIX, pero «estudios posteriores demostraron que era una falsa identificación originada en una guía de caminos de 1546». En esa obra figuraba Biasteri aunque con el tiempo, y algo de polémica, se vio que se trataba de «una errónea transcripción de Vinasperi», la forma anterior del pueblo de Viñaspre. En un paseo por el pasado se descubre otra denominación, Guardia, que era como los vascohablantes del norte de la sierra decían a la capital de Rioja Alavesa.
Amurrio destaca como uno de esos topónimos que ha sobrevivido al paso del tiempo. No ha cambiado «desde que se conoce su existencia, en el año 1085», aunque sobre el origen de este municipio ayalés se cree que pudo tener «una forma anterior, amurriano». La propia evolución de la lengua habría llevado hasta la denominación actual –igual que la vizcaína Otxandio nace de Ochandiano– que comparten tanto euskera como castellano. «El significado parece ser la propiedad de alguien llamado Amurri», comenta sobre este «antiguo nombre de persona» que se ha detectado también algo más al Sur, en Burgos, donde hacia el siglo X se levantaba una aldea bautizada Amurrihuri en los Montes Obarenes. Allí «quizá habitaron repobladores alaveses».
Su recorrido toponímico es largo. Arrancó hace casi un milenio, en 1025, como Langrares y tras el baile de un par de letras, y hasta finales del siglo XV, se convirtió en Lanclares. Más tarde se extendería la denominación Nanclares de la Oca que durante décadas bautizó a la cárcel alavesa. «No sabemos qué nombre tenía en euskera, si bien, por testimonio del historiador Landázuri, consta que esta lengua era allí de uso común hasta finales del XVII», cuenta el filólogo. Pero en su evolución aún se iba a dar algún paso más. El concejo aprobó su rebautismo en 2002 después de que la Real Academia de la Lengua Vasca encontrara, entre testimonios medievales, Langraiz Oka, aunque investigaciones posteriores echaron un jarro de agua fría sobre ese hallazgo. Se refería, en realidad, al antiguo monasterio de Santiago de Langrériz, en el valle burgalés de Losa.
Allá por el año 1085 hay ya «noticia de la iglesia de San Pedro de Flaudio» y, a partir de ese momento, Llodio y Laudio comparten espacio en los documentos. Hasta hoy. El origen del topónimo podría estar ligado a un nombre de persona que recuerda a la antigua Roma, Claudius, aunque no existe más rastro de él. Unido a «un sufijo -ano indicaría la propiedad» y de ese laudiano «salió Laudio en euskera y luego fue adaptado como Llodio al castellano».
Cerca de Miranda de Ebro crece una ribera cubierta de vegetación que, mapa en mano, lleva a Ribabellosa. Ese es «el sentido global» de este topónimo que surge de unir 'riba' (tierra cercana a un río) y 'bellosa' (un derivado de vello) y que, desde el siglo XIII, se lee en diversos documentos con 'b' y 'v' en diferente orden. La Junta Administrativa decidió en 2017 acabar con ese baile de letras y optar por Ribabellosa como denominación oficial. Pero no es el único pueblo así bautizado pues en la comarca de Cameros, en La Rioja, se encuentra otro.
Agurain suena a nuevo en muchos oídos pero le acompañan casi mil años de antigüedad. Se trata de la «recuperación o reinterpretación de la forma documental más antigua», Hagurahin, que aparece escrita ya en 1025 y podría referirse a la propiedad de un tal Hagurius o Haugurius. Sin embargo, el rey de Castilla decidió en 1256 rebautizar al pueblo como Salvatierra. Es «frecuente en otros lugares como topónimo de frontera con sentido militar» y bastante lógico que se utilizara en este punto, donde la conquista castellana levantó la muga con el reino navarro.
Oquendo es «la primera mención» (siglo XIII) a este pueblo que ronda hoy el millar de vecinos. Los testimonios en euskera no aparecen hasta 500 años después en la obra del escritor José Pablo de Ulíbarri, nacido aquí, donde asegura que la lengua vasca era de «uso común» en la época. Él recurría tanto a Okondo como a Ukondo en sus escritos. «Puede que estas dos variantes hayan surgido más tarde, y que la más antigua sea la que tiene el final -endo. No está claro», plantea el experto.
¿Qué fue antes? ¿Valpuesta Ualle de Gaubea o Uallem Gouia? Estas son las dos referencias más antiguas, ambas del siglo IX, que aparecen sobre este pueblo y «por razones lingüísticas» parece que la primera fue Gaubea. «Su significado es desconocido, no podemos asegurar en qué lengua está formado este nombre», admite el especialista sobre esta peña situada entre los pueblos de Corro y Arroyo de San Zadornil. «Los habitantes del lugar suelen llamarla peña Carrias», agrega.
Eskuernaga, la denominación que Euskaltzaindia fijó en 1996, «carece de tradición». «Es una creación del siglo XX», indica. Pero, si se rasca en el pasado, los documentos descubren un topónimo con una sonoridad similar. Villa Escorna en 1110 y, después, Villaescuerna. En el siglo XVII, «al tiempo del privilegio de villazgo que obtuvo del rey», el pueblo pasó a conocerse como Villabuena y no fue hasta 1916 cuando se le añadió el apellido de Álava. El objetivo era «diferenciarla de otras con el mismo nombre».
Si en el origen de Llodio pudo haber una persona llamada Claudius, en la primera piedra de Quejana se encontraría un tal Caelius o Casius. Este pueblo ayalés era muy conocido fuera de sus terrenos por su feria anual de ganado que, rescata González de Viñaspre, «ya en el siglo XVIII se decía que se celebraba desde tiempo inmemorial». Aparece por primera vez en un documento como Kexana (1085) y «de ahí ha evolucionado a Quejana en castellano y a Kexaa en euskera».
El rey Alfonso XI fue el responsable del primer cambio de denominación de este municipio registrado en los papeles. Mandó poblar una villa «en el lugar que dicen Legutiano» y ordenó que «haya nombre de Villarreal de Álava». Con esa imposición se cargó una de las pocas referencias a una mujer que aparece en el mapa alavés, «seguramente» Leguntia, un nombre femenino «bien documentado en la Edad Media». La Academia Vasca de la Lengua propuso en 1979 la forma Legutio «por analogía con topónimos cercanos» como Otxandio y Aramaio.
Quienes habitaban a principios del siglo XI en Markinez vivían, en realidad, en Marquina de Iuso. Así se llamaba entonces a este pueblo que tenía, algo más arriba en el mapa, una localidad «gemela» bautizada Marquina de Suso con su iglesia en la ermita de San Juan. «Significa la propiedad de Marcus o Marcius», detalla. Más adelante se le añadió el sufijo -iz y se convirtió en Marquínez. El topónimo actual es «el resultado de escribir la variante castellana del nombre con grafía vasca».
No es el único pueblo alavés que parece esconder a una persona entre sus letras, en este caso, Albinus, lo que indicaría que este concejo de Asparrena sería antaño «la propiedad de» ese vecino que ha dejado su nombre para la posteridad en la toponimia local. De hecho, este rincón aparece documentado en 1025 como Albiniz –con 'i'– aunque enseguida evolucionó a Alueniç. Y de ahí, dice González de Viñaspre, «parten las formas que han llegado hasta hoy». «En euskera se usaba Albeiz», concreta.
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