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«Ahí estará la cocina y ahí, en la cuadra, un comedor más informal y ahí...». Los cimientos ya estaban puestos -de hecho, llevaban toda la vida ahí-, pero Edorta estaba comenzando a construir en aquel verano de 2018 el proyecto de su vida: un ... restaurante en la Montaña Alavesa, en Campezo, en su pueblo, en aquella casa del Cambra que hoy es Arrea!
«Y aquí irá un pequeño patio...», apuntaba el chef en un espacio donde crecían las malas hierbas y se acumulaban escombros y materiales de obra. La verdad es que costaba mucho, muchísimo, hacerse a la idea de que aquella vieja casona con las vigas de madera desnudas, esa construcción tan vetusta que parecía mantenerse en pie como por ensalmo, se podría llegar a convertir en el gran restorán que él imaginaba, esa cocina de altos vuelos y bajísimas ínfulas a la que iban a peregrinar tantos y tantos comensales de bien.
Hubo escépticos, muy escépticos, que se hacían cruces, que no eran capaces de disimular esa ceja arqueándose cuando Lamo se ponía a explicar aquello, que era posible montar un equipo con jóvenes cocineros con fuste, que se podía seducir al personal con una cocina basada en el furtivismo, en esa tradición culinaria de la zona, de guisos de pura subsistencia para poder seguir arreando. Y que iba a lograr atraer a toda esa gente hasta allá arriba, hasta la que, dicen las estadísticas, es una de las comarcas más deprimidas (en lo económico, que en el resto ya está gente como él para que no sea así) de Euskadi. Pero él lo tuvo clarísimo. No se amilanó. No dudó. Y si dudó en algún momento, lo supo disimular muy requetebién.
El (poco) tiempo, claro está, le dio la razón. El suyo es uno de los éxitos más rutilantes que ha vivido la gastronomía alavesa en los últimos años. El brillo de los soles Repsol y de la estrella Michelin que se ha traído para el territorio -la única que por aquí asoma junto con la de Marqués de Riscal de Francis Paniego en Elciego- ha terminado de alumbrar un año excepcional, en el que también ha logrado hacerse con el Euskadi de Gastronomía. Con semejante palmarés está justificadísimo que EL CORREO haya decidido distinguir a Edorta Lamo como Alavés del Mes de noviembre.
Lejos de cegarse por tanto fulgor, por tanta alabanza de los críticos de postín, por tanta loa de los prohombres del 'star system' guisandero y los 'gastrozalameros' de servilleta y mantel, Lamo, el montaraz, el hijo de Pablo, el nieto de León y Encarna, sigue currando, sigue haciendo que el personal flipe con esos ingredientes modestos, agrestes, furtivos que él se ha empeñado en recuperar. Venga a darle a la pechuga de paloma con saúco, venga a entregar su corazón en platos como ese ídem de jabalí con choricero.
Con la peli 'Tasio' como guía filosófica, vital, con esa obsesión suya por sacarle lustre al furtivismo, cuentan los que curran con él (sí, 'con' es la preposición adecuada, porque en sus cocinas nadie trabaja para él) que es un chef sumamente exigente, perfeccionista, hasta puntilloso, pero también templado en esa cocina donde al acabar el servicio se escucha -segurísimo- la mejor música que se pueda pinchar entre fogones.
«Y por aquí habrá una barra -explicaba hace cuatro años, en aquella visita de obra con este periódico-, porque también quiero que lo que voy a hacer sea del pueblo, que la gente venga aquí a echar un 'pote', que lo sienta suyo». Y así se hizo realidad el sueño furtivo de Edorta Lamo, este tipo tan extraordinariamente corriente.
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