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El día en que Vitoria pudo desaparecer del mapa
Historias perdidas de Álava

El día en que Vitoria pudo desaparecer del mapa

El 7 de agosto de 1937, un pavoroso incendio en el cuartel de Santa Teresa puso en peligro a toda la ciudad, a causa del almacenamiento de bombas y explosivos para el frente

Martes, 11 de junio 2024, 01:57

'Lluvia de bombas sobre las Salesas' fue un artículo publicado el 15 de noviembre de 2015 que destapaba un hecho terrible y desconocido en las hemerotecas vitorianas: un incendio durante la Guerra Civil en el cuartel de Santa Teresa, situado junto al monasterio de las Salesas entonces y ahora parque de ocio para los universitarios, Escuela de Magisterio, Escuela de Ingeniería y Aulas de la Experiencia, en la manzana entre Paseo de la Universidad, Juan Ibañez de Santo Domingo, Julio Caro Baroja y Nieves Cano. A ese artículo le siguió la semana siguiente otro titulado 'Los héroes del tren de las bombas', en el que se destacaba el acto heroico, aunque de forma obligada, que realizaron varios ferroviarios, entre ellos el vitoriano Manuel Armentia, al introducir una máquina de tren en la instalación militar para evacuar los vagones cargados de bombas, municiones y proyectiles que se almacenaban en el recinto militar. Era un verdadero suicidio porque el cuartel ardía con violentas explosiones que podían prender en un segundo todo aquel armamento. Pero aquellos valientes a la fuerza (dicen que a punta de pistola) salvaron a muchos de sus vecinos y libraron a la ciudad del mayor desastre de su historia al conseguir trasladar el tren cargado de bombas hasta Ali. A cambio recibieron una medalla militar por su bravura.

Como la prensa de entonces no publicó nada del suceso que conmocionó a toda Vitoria, aquella terrible experiencia solamente quedó registrada en la memoria y los diarios de la gente que lo vivió, como las monjas salesas, que se salvaron de milagro de morir todas pues una de las bombas de artillería se quedó colgada sin explotar encima del habitáculo donde se refugiaron todas. Este testimonio, que fue publicado gracias al sacerdote Félix Núñez y a su labor de investigación sobre la historia del convento, se puede seguir en el artículo al que hacemos referencia.

Como seguimos sin noticias oficiales del suceso hemos podido recabar afortunadamente otro testimonio, directo y con todo lujo de detalles, que está inédito y que vamos a narrar. Es muy completo y aporta causas del accidente –se descarta el sabotaje- que parecen muy lógicas. Pertenece a Andoni Pérez Cuadrado (Vitoria 1926-2020) conocido activista y militante nacionalista que sufrió cárcel y persecución durante el franquismo. Ferviente católico fue miembro de varias organizaciones benéficas.

(Félix Nuñez) Traslado la nota que Andoni Pérez Cuadrado me envió sobre estos sucesos de su puño y letra, con las anécdotas divertidas de un muchacho de once años:

«Tras la comida familiar (el 7 de agosto de 1937) estábamos de paseo en las orillas del río Batán, a la altura del actual colegio de enseñanza. Mi hermano Josetxu (goian bego) y yo habíamos trepado a un árbol. Apenas nos dio tiempo a disfrutarlo cuando un policía municipal en bicicleta nos hizo bajar para sancionarnos en tanto que nuestros padres sonreían desde 50 metros ante tal situación. De pronto una enorme llamarada cual aurora boreal seguida de una horrísona explosión lanzaba al aire una cama metálica, lo que supuso la estampida del municipal, dejándonos a ambos delincuentes sin castigo.

Nuestra extrañeza fue mayúscula, dado que los frentes de guerra quedaban lejos de nuestra tierra (Santander en esos momentos). Segundos antes había pasado un trimotor alemán (Junker), lo que produjo en mi hermano la obsesión de que habría lanzado gases o algo similar.

Sin solución de continuidad, explosiones e incendios sucesivos se sucedían durante horas, en tanto que las personas que nos íbamos concentrando ante tal espectáculo comentábamos los hechos y sus consecuencias, sin saber qué disposición tomar, máxime cuando nos llegaban noticias de que parte de los ciudadanos se habían desplazado hasta las faldas del Gorbea huyendo de la quema (se comenta que algunos se marcharon con sus colchones).

Dado que la soleada tarde daba paso a la imprevisible noche, tomamos la decisión de volver a casa. Vivíamos en la calle San Prudencio, en el edificio del Banco de Vizcaya, lindante con el Hotel Frontón y el histórico Frontón Vitoriano. Tres edificios desaparecidos.

Sobre las 10 de la noche, más o menos 6 horas después del inicio (otras fuentes apuntan que el incendio se produjo a las 7), arribados al domicilio comenzamos a tener más y más noticias. En el Banco citado, donde mi aita trabajaba, el conserje nos mostró un par de trozos de metralla, de 3 o 4 kilos cada uno, que habían caído sobre el patio de operaciones tras atravesar la cristalera que lo cubría.

Al mismo tiempo nos informaron del desalojo en el frontón de todo el material de guerra tomado a los rojos en el frente Norte. Y que se exhibía en plan museo.

También supimos que se habían retirado dos vagones de ferrocarril, cargados de dinamita, estacionados en la estación, y que fue retirado por soldados (los ferroviarios estaban militarizados) obligados a punta de pistola, dada su peligrosidad (coincide con los testimonios de Manuel Armentia y su familia).

Igualmente fuimos informados del peligro que representaban los almacenes de la Campsa, sitos en el barrio de Adurza, lugar que ocupó posteriormente Esmaltaciones San Ignacio. A pesar de la experiencia adquirida durante la incivil guerra seguíamos siendo bastante ingenuos, hasta el punto que distantes unos 500 metros de los cuarteles nos creíamos a salvo del peligro latente que todo aquello suponía (solo en la entonces calle del Marqués de Urquijo había cuatro cuarteles y edificios militares, de infantería, artillería, intendencia y el de Santa Teresa que hacía también de polvorín). Pues bien a pesar de tanto armamento almacenado creíamos de buena fe que nada podría pasarnos hasta el punto que albergábamos en nuestro domicilio a una familia amiga que vivía en la calle Florida, es decir unos metros más cerca del inicio del fuego. La noche continuó con diversas explosiones, más bien de pólvora y sin sumar metralla.

El día siguiente a la tragedia y ya dominado el peligro, los babazorros salimos en masa a la calle a observar los destrozos: vigas de hierro retorcidas como churros, a más de un kilómetro del cuartel, tras llevarse un mirador entero.

Tras ese prólogo entramos en el relato del trágico hecho. Un hermano de mi aita que cumplía la mili en el servicio de Transporte, nos informó que la explosión se debió al escurrírsele de las manos de un soldado que descargaba un camión de armamento, una bomba con la espoleta lista para estallar y trasladar sus efectos a los pabellones colindantes. Ahí desconocemos el número de víctimas militares, aunque paradójicamente parece que no fueron muchas. En cuanto a la población civil, tan sólo se aportó la muerte de una mujer, alcanzada por un trozo de metralla cuando pretendía entrar en la parroquia de San Cristóbal.

La catástrofe pudo ser de tal envergadura que personas duchas en la materia aseguraban que medio Vitoria podía haber desaparecido y que gracias a la intervención de bomberos llegados incluso desde Santander, Logroño o Burgos, además de los cercanos de Bilbao, Donostia o Pamplona, se evitó la tragedia. La insinuación de que pudo haber personas castigadas por aportar detalles secretos o alarmar no casa con los hechos. La catástrofe fue de tal envergadura y tan evidente, que hizo que toda la población fuera testigo objetivo de la realidad, siendo imposible callar a nadie.

Una anécdota final relacionada con el incendio. En 1947, es decir, diez años después cumplí siete meses de servicio militar en el cuartel de Santa Teresa, concretamente en la Caja de Reclutas. Entre los pocos trabajos administrativos que atendíamos destacaban los pedidos de datos, solicitados por los ayuntamientos y referentes a sus habitantes respecto de su paso por los cuarteles. Con otro soldado que compartía nuestros trabajos acudíamos al archivo en busca de las solicitudes y como entusiastas reclutas si pasado un rato sin dar con los documentos solicitados, simplemente echábamos manos de un impreso que más o menos decía 'con motivo del incendio del 7 de agosto de 1937 los datos por usted solicitados desaparecieron con las llamas'».

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