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De repente la nieve lo cubrió todo. Nada más se veía una mano».
Así relató Nora Gurrutxaga, aquel mismo 19 de enero de 1985, sus sensaciones tras sobrevivir al alud que se cobró la vida de seis de los esquiadores con los que la elgoibartarra ... se entrenaba esa mañana en Candanchú. Sepultados bajo el torrente blanco, fallecieron el monitor y cinco de los doce chavales, de entre 14 y 15 años, todos jóvenes promesas del equipo vasco-navarro de esquí. La tragedia, por el número de víctimas y su corta edad, generó una enorme conmoción hace hoy 40 años. También impotencia ante un drama que se consideró fortuito. No hubo la más mínima sospecha sobre una imprudencia.
De hecho, fue la precaución, o el destino, lo que llevó a la expedición hasta esta estación invernal. Los chavales tenían programada ese sábado una competición en Panticosa, pero fue suspendida debido a las adversas condiciones meteorológicas, que también habían complicado el tráfico por carretera. Como alternativa, el entrenador, el pamplonés Eduardo Emanuel Olivera, de 30 años, estableció un entrenamiento que acabó en tragedia. Además del técnico, fallecieron el hernaniarra afincado en Vitoria Iñaki Díez Arregi, los alaveses Mónica Muiños y Álvaro Ibarrondo, y los navarros Josetxo Gortari y Patxi Vidaurreta, hijo del presidente de la federación. Sobrevivieron las hermanas de Elgoibar Nora y Agurtza Gurrutxaga, de 15 y 14 años -que han declinado participar en este reportaje para mantener el silencio que guardan durante 40 años-, la vitoriana Anahi Arbaizar, la tudelana Izaskun Zozaya y los pamploneses Irene Zarranz, Amaya López y Carlos Ziganda.
El grupo quedó sobre las 9 de la mañana para afrontar la sesión de entrenamiento. Varios de los chavales, que llevaban sobre los esquíes desde bien críos, tenían a sus familias en Candanchú, adonde acudían los fines de semana para disfrutar del esquí.
Según recogieron aquellos días las páginas de este periódico, los jóvenes esquiadores se dirigieron todos juntos hacia el sector del telesilla Tortiellas, donde se apartaron algo de la pista en busca de nieve virgen donde poder practicar giros de slalom. Ya conocían esa zona conocida como Rinconada, y fueron «sin ningún miedo porque nuestro entrenador era montañero y sabe dónde se pueden producir aludes», apuntó Anahi Arbaizar. Esta vitoriana, que era campeona de Europa de salto de esquí acuático, recordó que «antes de entrar allí» el instructor les dijo que no gritaran «porque siempre puede haber algún alud, pero como mucho, pequeño» -el entonces director de la estación, Eduardo Roldán, aclaró que esa zona no era propicia para aludes, pero un segundo se llevó por delante, un día después, al navarro Julián Mancho, de 33 años-.
Sobre las 10.30 horas, cuando la niebla matinal se había disipado, el técnico y cuatro más completaron la bajada y aguardaban abajo a que lo hicieran también los demás. Anahi, Irene Zarranz y Álvaro Ibarrondo eran los siguientes. Anahi recordaba que estaban en mitad de la pendiente bajando en diagonal cuando la pala de nieve virgen se tambaleó. «Irene me gritó '¡Anahi, esto se está empezando a abrir!'». Efectivamente, «todo se abrió y nos arrastró a los tres. Fue de repente y muy rápido». El monitor llegó a gritar desde abajo «¡Una avalancha!», según contó Amaya López, que se hallaba entre los esquiadores que bajaban por detrás. Esta navarra recordó la explicación que tantas veces Eduardo Emanuel les había indicado sobre cómo reaccionar ante una avalancha. «Intenté lanzarme en 'chus' (directa hacia abajo), pero no me dio tiempo de nada». Como el resto del grupo, dejó su suerte en manos de aquel torbellino blanco. Al ser de las que iba por la parte superior, le cayó menos nieve encima. «Un brazo se me quedo fuera y pude salir sola», apuntaba Amaya.
Peor lo pasaron otros. Entre quienes lo pudieron contar, Anahi percibió «dos aludes. En el primero me quedé con la cabeza hacia abajo y las piernas arriba, hundida. Luego noté que iba dando vueltas de campana hasta que el alud paró». Creyó haber estado «una hora inconsciente, enterrada». Para entonces, decenas de personas rebuscaban bajo la nieve. Los primeros en llegar fueron esquiadores que se encontraban cerca, incluidos familiares de las víctimas. Entre ellos, Nuria Muiños, hermana de la fallecida Mónica, que saltó en marcha del telesillas «aunque estaba prohibido» para emprender la búsqueda -su hermano Álvaro bajó a la estación a dar el aviso-. Iban clavando los bastones en el derrumbe cuando «vimos una mano», que resultó ser la de Ziganda. Estaba vivo.
Protección Civil atribuyó la avalancha a la subida de la temperatura, que derritió alguna capa de nieve helada bajo la alfombra virgen que surcaban los chavales. En su búsqueda participó personal de la Guardia Civil, de la Escuela Militar de Montaña, de la estación y de la escolta personal del entonces rey Juan Carlos, que estaba esquiando allí. También colaboraron en labores de rastreo y primeros auxilios Lucio y María Pilar, ambos médicos y padres del hernaniarra Iñaki Díez Arregi, que fue el último hallado sin vida.
La mayoría de las víctimas mortales no presentaba lesiones letales. Fallecieron por asfixia. El instructor llegó a hacer una pequeña cámara de aire con sus esquíes, pero su rescate no llegó a tiempo.
Sí se obraron varios pequeños milagros. Como el de Anahi, que permanecía adormilada, presa del frío y la falta de oxígeno. «Al cabo de un rato me desperté y oí unas voces. Pude sacar una mano y encontré uno de mis guantes negros y lo agité. Celia López y otra chica que entrenaba con nosotros me rescataron». Cerca de ella, Irene estuvo más de una hora sepultada. Cayó boca arriba y en cuclillas «con los brazos abiertos, sin poder mover más que la cabeza». Inmóvil, no pudo hacer «el hueco necesario en estos casos para respirar y mi mayor preocupación era el aire». Perdió la noción de un tiempo que le pareció eterno. «Pasé mucho miedo, sobre todo porque al principio respiraba bien pero después vi que el aire se me acababa y no hacía más que pensar en cuándo vendrían a buscarme».
También fue prodigioso cómo se libraron otros jóvenes del alud: dos o tres no llegaron al entrenamiento debido al mal estado de las carreteras, Alfonso Martínez se libró porque se le olvidó el tique de acceso e Iván Garaikoetxea, porque se dejó las botas en casa. Su padre, el entonces lehendakari en funciones, vivió la tragedia como «un drama familiar». Se vivieron horas angustiosas en la estación y en miles de hogares. El Telediario de las 15.00 horas dio la noticia del alud pero aún no había identidades, lo que disparó la incertidumbre. Los teléfonos fijos se saturaron aquel día en que el destino se cebó en Candanchú.
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