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No sé si les pasa a ustedes, pero a mí hay ocasiones en las que, sumergido en alguna lectura acogedora antes de dormir y a punto ya de finalizar la jornada, me topo con una frase inesperada que me sacude y me voltea como un ... pelele y siento como si desde las páginas del libro que tengo entre mis manos me golpearan muy dentro con un martillo de esos que se usan para matar las reses en los mataderos.
Ignoro el cómo y el por qué, pero la sorpresa primero y el impacto emocional a renglón seguido causan tal desborde de sentimientos que adviertes como si esas líneas que acabas de leer se hubieran derramado en el torrente sanguíneo como un chute de metanfetamina.
Y de repente rompes a llorar como un tonto, como si no hubiera un mañana, si acaso lo hay, y gimoteas inconsolable como quien ha sufrido una pérdida irreparable incapaz de controlar el llanto y los suspiros entre pucheros más propios de un niño que de un hombre hecho y derecho.
Mi mujer, con ternura, trata de consolarme poniendo su mano sobre mi frente sin pretender entender qué me ocurre. Bueno, en realidad no es que no lo comprenda, es que le basta con saber que no necesito preguntas sino un instante de calma y su compañía silente mientras me desenreda uno de los rizos que caen por mi frente o peina una de mis cejas asilvestradas, con la paciencia de quien acredita más de treinta años de experiencia en psicología marital aplicada.
El otro día tuve un nuevo episodio leyendo a Manuel Jabois a quien, como a tantos otros antes, estoy aprendiendo a querer. Y me topé con una de esas frases que les contaba que te abren en canal las compuertas de tu interior: «Bien sabe dios que es más peligrosa la pena que el odio, porque el odio puede destruir lo que odias, pero la pena lo destruye todo».
No sé si fueron los ecos del décimo aniversario del fin del terrorismo y toda la parafernalia que vivimos esta misma semana entre actos y rememoraciones, pero allí, de un plumazo, leyendo aquellas dos líneas de texto sobre la pena y el odio, me sobrevinieron todas las contradicciones y los sentimientos encontrados que padecimos durante tantos años en Euskadi.
Estos días de efemérides no invitan a la serenidad, precisamente. A menudo resultan contradictorios porque aunque deberían suscitar alegría por la consecución de la paz, por el contrario desatan la memoria, como queriendo romper con la amnesia que nos procura el tiempo. Así, recordar, pese al transcurso de los años, es causa de desconsuelo para quienes han de revivir aquella tristeza que asoma con terquedad pese a que tratemos de eludirla con todas las fuerzas.
Hoy, diez años después de que ETA decidiera que con cerca de mil muertos ya era suficiente, pensé en que la pena y el odio de la que habla Jabois fueron durante años, y aún hoy lo siguen siendo, el núcleo del cáncer que contagió miles de almas en aquel páramo yerto que fue Euskadi por años y años, mientras la vida seguía ajena al dolor que acabaría convirtiéndose en algo absolutamente personal.
La pena y el odio, ambos de la mano o cada una por su parte, frustraron vidas que pudieron ser, apagaron amores que no encontraron el momento ni el lugar propicios para prender, borraron risas, dinamitaron esperanzas y despacharon anhelos en el altar de la patria, arrasando todo a su paso como una colada de lava incandescente.
Y pienso con Jabois que el odio, pese al estruendo que genera y a la ira que causa, es menos dañino, menos persistente y más fútil que la pena. Porque la pena efectivamente lo destruye todo. Engancha como la heroína. Cuando se ha visto la sangre en la soledad no hay río del olvido, escribía Rafael Alberti, y cuando la pena se atrinchera en el corazón no hay dios ni fuego que funda el hielo en que se convierte tu interior.
He visto miradas de tristeza de familiares y amigos de quienes cayeron abatidos por las balas a los que la peste de la pena les corrió un velo en la mirada que aún permanece echado, sin descorrer, como un visillo tras el que nadie mirara a la calle. Y pienso que combatir esa pena de la que nadie habla, ese daño colateral que heló tantos corazones y del que nadie se ocupó jamás, debe ser un objetivo primordial en el combate por la restauración ética de nuestra sociedad.
Esta misma semana ha resultado descorazonador escuchar de nuevo a charlatanes tratando de ejercer de hombres de paz, vendiendo la solidaridad y el perdón delante de su carromato como si se trataran de los brebajes de buhonero. Todavía hay quienes no acaban de entender que cuando apelamos a la empatía para con las víctimas del horror, de quienes viven en la pena insondable que generan las ausencias, no hablamos de enfundarse la americana de padrino de bautizo, ni del cinismo de quien manotea el dolor o el perdón con tanto provecho como desenvoltura. Hablamos de afecto, de piedad o de humanidad. Hablamos de tacto y no de tacticismos.
Cuando compartes el dolor con alguien, cuando tratas de paliar el daño infligido, no es cabal aprovechar la desgracia ajena para patear hormigueros, ni para hacerse un ongi etorri a uno mismo entre conmilitones al rato de haber bajado de pronunciar el sermón del monte. Hombre blanco hablar con lengua de serpiente.
Esta es precisamente la actitud que no ayuda, que acrecienta la pena, que despersonaliza el sufrimiento hasta convertirlo en moneda de cambio, en mera mercancía política. Volvemos a constatar que tras la pretendida solemnidad del decorado, todo resulta instrumental y no se respetan ni los ecos de la muerte. Francamente, el hecho de que todo ello suceda sin rubor, gratis et amore, no deja de evidenciar la catadura de la que están hechos nuestros hombres de paz.
Sigue habiendo días en Euskadi en que por la mañana algunos ilusos pensamos que se ha dado un paso adelante y a media tarde constatamos que el paso se ha convertido en una patada en el culo, sin tiempo siquiera para cambiarse de zapatos entre un momento y el otro. La americana matutina de padrino de bautizo deja paso a la camiseta del tardeo reivindicativo.
Qué razón tiene el niño de la novela de Jabois cuando dice que la pena lo destruye todo… para quienes la padecen, apuntaría. No hay más que imaginar el paisaje tragicómico en el que una mayoría celebra la conmemoración de la efemérides de los diez años sin terrorismo, mientras que la pena de la nostalgia convierte a sus depositarios en cenizos que amargan la dicha colectiva; aguafiestas a los que hay que ocultar tras el telón para no arruinar la kermés. Aquí paz y después gloria.
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