Después de la explosión
Se hizo el silencio ·
Es antinatural que una ciudad suene tan vacía. Solo se escuchan los pájaros y las campanas tañerSe hizo el silencio ·
Es antinatural que una ciudad suene tan vacía. Solo se escuchan los pájaros y las campanas tañerCuentan que tras una explosión hay algo todavía más ensordecedor que la propia detonación. Entre el humo y el polvo se hace una especie de vacío. Atruena el silencio. Esta explosión, tan descontrolada, que estamos viviendo no retumbó. No se ha roto ningún cristal. ... Ni siquiera han tintineado las cristalería en los anaqueles. No hay ruinas. No hay escombros en las calles. Pero como un bombazo de los de antes ha dejado, está dejando, tras de sí un reguero de muertos. Y un tremendo silencio en la ciudad como nunca antes se había escuchado.
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Al dar un paseo de verdad por Vitoria, el primero en condiciones en muchos días, las calles reciben vacías a cualquier hora. La gente camina cabizbaja, con sus mascarillas, con sus guantes, como cirujanos en camino perpetuo hacia el quirófano. Pero, al fin y al cabo, esto ya ha dejado de sorprender. Es el paisanaje habitual de nuestros días raros. Lo que sobrecoge de verdad es el tremendo silencio que envuelve cada rincón.
Las calles jamás habían estado tan impolutas. Ahora es cuando se puede comprobar que no es que se limpiaran poco. Es que quizás ensuciábamos demasiado. Y entre esa pulcritud, un sonido ambiente que, en condiciones normales, sonaba muy de fondo, que pasaba desapercibido. Ahora no. Las campanas –¿por quién puñetas doblarán?– estremecen a cada tañido y sus ondas vibran en el estómago. El reloj del ayuntamiento. También esa especie de alarma, ahora irritante, que tienen algunos semáforos para indicar a las personas invidentes cuándo deben cruzar. La campana del tranvía. Con la ciudad casi vacía, da la sensación de que alguien se hubiera olvidado de apagar todos esos ruidos. Con todo tan en silencio, es como si alguien les hubiera subido el volumen.
El corazón de Vitoria ha dejado de latir con risas, a voces. Ahora está al ralentí. En la Virgen Blanca sólo se percibe ese gorgoteo de las fuentes que escupen agua entre las baldosas de granito. Más que pequeños géiseres, suenan como alguien haciendo gárgaras con colutorio antes de ir a dormir. Lo mismo frente a la Catedral Nueva: lo molestos que nos resultaban los skaters hasta hace solo unos días y lo que se les echa de menos ahora.
Atravesar el parque de La Florida es hoy un pequeño privilegio. Es todo para ti. Te sientes Luis XV paseando por Versalles. Se escucha con total nitidez cantar a los gorriones y a los carboneros y a los mirlos y a las lavanderas. También el rumor del agua. Desde ese puentecito, se aprecian los dos caños que chocan contra la superficie clara, justo en el lateral del Parlamento. Se aprecia el sonido de la lluvia al chocar contra el pavé. El jadeo del perro. Cada paso. Es tremendamente placentero este paseo. No dura mucho esta sensación. Esto tan bucólico torna en siniestro al poco. Resulta antinatural que una ciudad pueda sonar así. Tan vacía. Tan inerte. Después de la explosión.
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