Me gusta pasear por mi ciudad, la disfruto recorriéndola a pie. Si el tiempo apremia no dudo en utilizar el tranvía o el autobús, pero hay ocasiones en las que no hay más remedio que recurrir al vehículo privado y el cuidado de una madre ... dependiente y nonagenaria es uno de esos motivos que lo justifican. Así me desplazaba yo el otro día por Vitoria-Gasteiz, no sin cierta tensión pues hay lugares en los que no se si voy o vengo o si circulo por el carril correcto o por el prohibido.

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El caso es que mi vehículo y yo avanzábamos por la ciudad, lentamente, pero con la satisfacción de haber sorteado todos los obstáculos que nuestro modélico plan de Movilidad nos exige, pero la alegría se tornó pesadumbre cuando llegué al cruce de las calles Etxezarra, castillo de Fontecha y Pedro Asúa. Yo, y sé que fue una imprudencia por mi parte (el navegador de mi coche no dejaba de repetirme de forma insistente: ¡Danger, stop, peligro, deténgase, no entrar en ese cruce salvo en tanque alemán Panzer!), les juro que no había tomado cannabis, ni peyote, ni LSD, ni ninguna otra sustancia alucinógena, pero aquel cruce se me presentó repleto de coloraciones en la calzada que invadieron mi retina de forma agresiva: amarillo, verde, rojo, azul… No me había pasado nada igual desde una visita a una exposición en el museo Artium. Me quedé bloqueado, no sabía cómo salir de allí. Observaba a los conductores de los vehículos que me rodeaban y veía reflejado en sus ojos la misma incredulidad que yo estaba sintiendo. Accedí a la rotonda, sorteé a un Ford Focus que venía por la izquierda y no rocé, por los pelos, a un Seat León que me atacó por la derecha. Justó entonces escuché un terrible frenazo, pues el automóvil que circulaba por detrás de mí tuvo que detenerse bruscamente para no darme por el pompis (la otra palabra hoy ya no se puede reproducir sin que te ejecuten en la plaza pública después de veinte latigazos). Comencé a notar como me subía la tensión, un sudor frío empapaba mi cuerpo, el pulso se aceleró casi al borde de la taquicardia y desde que atravesé ese Triángulo de las Bermudas vitoriano, debo confesárselo (no vayan comentando nada por ahí, por favor), no puedo cumplir con el 'débito conyugal' y estoy tomando Energisil Vigor con Ginseng. A duras penas me repuse y giré bruscamente a mi derecha, pero, oh Dios mío, me topé de frente con un autobús que ascendía hacia Ariznavarra, viré entonces a la izquierda, luego otra vez a la derecha, creo que pasé por debajo de un camión de gran tonelaje y en otro enérgico volantazo pienso que salté por encima de un pequeño Smart. Cuando conseguí tomar tierra en aquella pista del demonio, oh cielos, me encontré de nuevo en mi sitio de partida. Repetí la operación tres veces más, pero fue en vano. Los bocinazos, los frenazos, los ruidos de las chapas al chocar, los gritos de los conductores aludiendo a «la madre que parió al que ha diseñado esto», los alaridos de terror y esos desgarradores gemidos implorando ayuda contribuyeron a dotar a la escena de caracteres terroríficos dignos de una obra de Dante (me ha dicho una fuente bien informada que de hecho Alex de la Iglesia ya está pensando en una película en ese lugar). Tan sólo la solidaridad de los vecinos de la zona, que bajaron con botellas de agua, bocadillos de pollo empanado y ansiolíticos contribuyó a paliar aquella tragedia. Después de cuatro horas, paralizado por el miedo en aquel escenario apocalíptico y agobiado por los gritos de mi madre que gritaba desesperada que le sacara de Port Aventura, que no quería más Dragón Khan, que ella quería volver a su Vitoria de siempre, opté por llamar al 112 y pedir un helicóptero de rescate. Me respondieron que no podía ser, los de la Ertzaintza estaban todos en la rotonda de Esmaltaciones. Finalmente fuimos salvados por un helicóptero Chinnok EH 47 de la OTAN, y aunque subir a mi madre a sus 92 años y dando collejas a los dos soldados que le pusieron el arnés para ascender por el cable no fue tarea fácil, finalmente lo conseguimos y llegamos a casa al filo de la madrugada.

Fue una experiencia terrible, les recomiendo que no pasen por ese cruce ingeniado por Belcebú, salvo sean conductores curtidos en maniobras militares en Afganistán o hayan trabajado como asistentes de box para Niki Lauda o Lewis Hamilton. Horrible, una pesadilla, la peor experiencia de mi vida desde que oí cantar a Torrebruno siendo yo un infante. Por favor, por lo que más quieran, díganselo a sus seres queridos, a sus amistades, pero no pasen por allí. Y si lo hacen, por Dios, háganlo después hacer testamento. Tomar la extremaunción tampoco estaría de más. ¡Qué Dios les pille confesados!

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