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La sensación de inseguridad es tan subjetiva como arbitraria. A veces, la puede desencadenar una mirada. Otras, una presencia extraña en un rincón poco iluminado. Pero en algunas ocasiones, la percepción tiene detrás razones mucho más profundas, bastante más inequívocas. Encontrarte el retrovisor del ... coche roto. La puerta de tu trastero forzada. Desconocidos entrando en el bloque de tus vecinos con un patadón en la puerta. Un insulto. Una amenaza. Y otra más, ahora de muerte. De pronto, un programa de la tele presenta, en tono amarillo chillón, a tu vecindario como el Bronx de la Cornisa Cantábrica. Otro día, una jauría de perros peligrosos descansa al sol de invierno en el parque infantil. Al otro, uno de ellos ataca a un 'runner' que pasaba por allí...
Y un disparo.
Un tiro ha bastado para que la calma tensa que se venía respirando desde hace tiempo en la avenida de Olárizu termine de saltar por los aires. El pasado miércoles, un perro de raza potencialmente peligrosa, propiedad de uno de los 'okupas' que residen de forma ilegal en los bloques municipales abandonados, mordió a un deportista que corría en las inmediaciones. Un policía tuvo que intervenir con un disparo que resonó y espoleó a la plácida Vitoria. «No podemos más, estamos pasando las de Caín», aseguran los vecinos de la zona. Aquí, la sensación de inseguridad se ha convertido ahora en una certeza cotidiana.
No deja de resultar poético que a este islote urbano a la deriva, entre un océano de pabellones industriales, un mar verde y la rotonda de Esmaltaciones, le llamaran 'Porcelanas', 'las Porces', por la desaparecida fábrica de Esmaltaciones San Ignacio. El oficioso y vitorianísimo topónimo adquiere ahora una nueva y quebradiza dimensión. A la espera de que la piqueta reduzca a pedazos, de una vez por todas, estos bloques con fachada de ladrillo visto, los vecinos de enfrente, sus antiguos dueños están pagando los platos rotos. La convivencia aquí, en Olárizu, está hecha añicos.
Se cerraron las puertas a cal y canto y se bajaron persianas a medida que sus propietarios fueron abandonando sus viejos hogares para encarar un futuro de pladur en la acera de enfrente. Pero pronto llegaron desconocidos que comenzaron a ocupar las viviendas de forma ilegal. De la decena de portales -propiedad de la sociedad municipal Ensanche 21- que componen esta manzana, solo tres (los números 26, 28 y 30) permanecen tapiados. En el resto, las ventanas se han arrancado de los goznes.
En las fachadas se han abierto boquetes para sacar chimeneas que estos días escupen un humo espeso. «Queman palés y todos los muebles viejos que pillan por ahí para calentarse, cualquier día se queman vivos ahí dentro», señala José Esteban, un vecino de Adurza que pasea a diario por el entorno. «No sé cómo soporta esta gente, tienen más paciencia que el Santo Job», señala el hombre en dirección a esas torres de color grisáceo y a ese bloque de color marrón donde sus vecinos llevan soportando la ocupación ilegal de las viviendas desde hace un lustro.
El origen del asunto hunde sus raíces en la política fallida que impulsó el Gabinete del socialista Patxi Lazcoz para rejuvenecer los barrios con más solera de la ciudad. Como en un efecto dominó de ladrillos viejos, se pretendía echar abajo viviendas vetustas para levantar bloques nuevos. La idea funcionaba a la perfección en los despachos en aquella época de vacas gordas de tanto pastar en el hormigón. Sin embargo, la crisis dinamitó el negocio. El Ayuntamiento fue incapaz de sostener este plan y, según los últimos cálculos, la apuesta fallida ya le ha costado a la ciudad unos 51 millones de euros. Y más de un quebradero de cabeza para la policía.
Tal y como adelantó este diario hace unos días, en lo que va de año la Guardia Urbana y la Ertzaintza ya ha tenido que intervenir en casi medio millar de ocasiones. «Dirán lo que quieran, pero la mayoría de las veces vienen cuando les llamamos. Yo ya tengo desgastada la pantalla del móvil de tanto marcar el 092», asegura una de las vecinas, que como todos los consultados para este reportaje rehusó facilitar su identidad. El hecho de que todos prefieran refugiarse en el anonimato refleja que, si no el miedo, sí les atenaza un temor en absoluto infundado.
Esa señora mayor que vive sola, ese matrimonio anciano que se mudó tras «media vida en nuestra casa y ahora a saber lo que están haciendo ahí», y esa pareja joven con dos niños. Todos narran una sucesión de escenas cotidianas que transitan entre el costumbrismo quinqui y la pura marginalidad. «Sacan y meten colchones y muebles por las ventanas, tiran basura donde les parece», dice una. «Estuvieron un tiempo sacando la lavadora a la calle, se enganchaban a las tomas del agua, y después sacaban el desagüe directamente a la acera», sostiene otro. «Ponen la música a toda pastilla cuando les parece solo para incordiarnos», suelta otro. «A mi marido le amenazaron con soltarle a los perros. ¡Y a mi hijo con rajarle!», apuntan otras.
«Aquí hay trapicheo y de t-o-d-o y parece que la policía mira para otro lado», sostiene otra señora, cargada de bolsas. «Esto lo controlan un par de clanes que funcionan como una mafia, ya no tiene que ver con necesitados sin dónde caerse muertos. Son delincuentes. Cualquier día ni podremos salir a la calle», suelta otra. Tras escuchar a los vecinos, allí, bajo la lluvia, frente a esos bloques viejos, uno ya no sabe si está en Porcelanas o en aquellas Casas Baratas de Baltimore, donde Omar Little imponía su ley en 'The Wire'. Pero esto no es ficción. 'Las porces' piden, ya, una solución.
En las filas del supermercado que abre sus puertas en la esquina de Heraclio Fournier y la avenida de Olárizu y en los escasos corrillos que se forman estos días de lluvia. El incidente del perro y el deportista atacado acapara todas las conversaciones en el barrio. «Antes venía gente a correr, pero ahora, con lo que ha pasado , ¿quién se va a atrever a pasar por aquí? Nos vamos a convertir en los apestados de Vitoria», señalaba un vecino frente al portal del número 9 de la avenida de Olárizu. Como si quisiera llevarle la contraria, en esas apareció, al trote, Kepa Gutiérrez, con sus mallas de 'running' y sus bambas reflectantes. «Después de lo que pasó con los perros, me he planteado no venir, da un poco de mal rollo, pero me encanta correr por el Sur y no podemos cambiar nuestras rutinas por unos indeseables», asegura.
Lo cierto es que el suceso ha terminado por enrarecer un ambiente ya de por sí cargado. «Señores vecinos del frente (sic.), el odio envenena, nosotros tenemos puesta la vacuna», se puede leer en un cartelón que cuelga de una de las ventanas del número 24, donde, ante la presencia del periodista, alguien empieza a proferir amenazas.
«Hay quien está empeñado en aparentar que esto parezca una disputa entre vecinos, cuando no es así, aquí hay un problema de delincuencia que, si nadie lo remedia, acabará en violencia. Estos ya no son los 'okupas' que vinieron al principio, esta gente está organizada y es peligrosa», resuelve otra vecina.
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