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El santuario mariano de Estíbaliz, joya del románico de los siglos XII-XIII, tiene además de su iglesia un conjunto de edificaciones importantes que no han cumplido cien años. Hablamos del pabellón de piedra, la casa monacal, orientada de este a oeste, imagen icónica del cerro, que ha servido de residencia de los monjes benedictinos durante casi un siglo.
Pues bien, no fue mandado construir por los hijos de San Benito que llegaron a la colina en 1923, sino que fue el resultado de una campaña de recogida de fondos promovida por las autoridades y los periódicos de la época para construir una colonia escolar para que los niños pobres vitorianos y alaveses tuvieran una 'clínica al aire libre' que les permitiera mejorar su estado general. Lo cierto es que Álava entera se volcó en ese afán.
Cuando los monjes regresaron después de cuatro siglos al cerro de Estíbaliz llegaron, como se suele decir, con una mano delante y otra detrás. Las comunidades religiosas suelen agarrarse al principio que dice `vamos a entrar como sea, y después ya nos organizaremos'. Ni los benedictinos tenían fondos para levantar un gran monasterio ni las entidades que apoyaron la idea de la restauración monástica iban a aportar un cheque en blanco para ello. Álava era en ese momento una tierra todavía pobre, que daba lo que daba. Más agrícola que industrial y con un escaso peso demográfico. Reconvertir Estíbaliz en un nuevo Aránzazu era una misión de titanes.
Pero en aquella década de los años veinte flotaba una idea en la sociedad europea: la enseñanza pública debía ser un instrumento fundamental para combatir el preocupante nivel de mortalidad infantil y la incidencia de infecciones graves entre los alumnos. Las instituciones públicas se pusieron de acuerdo en promover la higiene, la alimentación y la atención médica a los escolares más desfavorecidos a través de la actividad física o el traslado temporal a auténticas clínicas de aire fresco y curas de engorde. Así nacieron las colonias escolares de Perdernales (1925) o Estíbaliz (1926), pero también las de Laguardia, Mendizorroza, Gorliz, Pobeña y otros muchos municipios, lugares a los que se enviaba durante varios meses, especialmente en verano, a los niños más necesitados.
La primera piedra se puso el 1 de noviembre de 1926 en medio de una gran expectación. El presidente de la Asociación de la Prensa, Luis Dorao, maestro antes que periodista, concejal del Ayuntamiento de Vitoria, presidente de la Diputación foral durante la República, impulsor de la creación de escuelas rurales, fue el gran artífice de la colonia de Estíbaliz, como dirigente de la Junta de Protección de la Infancia. Y tuvo en el arquitecto Julian Apraiz (constructor de la catedral nueva) a su mano derecha.
En los discursos del acto de la primera piedra ya se matizaba que « la colonia de Estíbaliz no albergará como muchos creen niños enfermos, menos aún pretuberculosos, no es está la misión de estas colonias, para estos niños existen preventorios y otros centros adecuados. A Estíbaliz vendrán los niños pobres, aquellos que viven en la ciudad sin el suficiente oxígeno para sus pulmones, sin la alimentación suficiente para su normal desarrollo, sin los cuidados que sus padres no pueden proporcionarles, por tener que ganar trabajosamente su sustento y el de los suyos. Vendrán a Estíbaliz estos niños, sanos sí, pero no robustos, a adquirir las fuerzas necesarias para emprender las luchas de la vida».
Sin duda, era el primer precedente de lo que hoy conocemos como campamentos de verano, que tanto éxito tienen entre la población infantil y las familias. Sin embargo, aquel movimiento no fue muy bien aceptado por la recién llegada comunidad benedictina. Ciertamente el barullo de los niños no compaginaba mucho con el ideal de paz y silencio, de oración y recogimiento de la vida monástica.
El entonces padre prior, Simón Andrés, burgalés de Jaramillo de la Fuente, procedía del grupo de benedictinos expulsados por las autoridades mexicanas como varios de sus compañeros. El religioso comprendió perfectamente que para asentar la comunidad en un edificio digno había que pasar por un período en el que tendrían que convivir con la colonia. Por sí mismos, los benedictinos no podían levantar el monasterio. La estrategia funcionó.
Pero las dificultades también crecieron. Para atender a los niños se trajo a un grupo de monjas mercedarias de Zumarraga. La presencia de dos comunidades religiosas dio lugar a equívocos que enrarecieron el ambiente puesto que las hermanas venían acompañadas de un buen número de asistentas femeninas que atendían a la chavalería.
La presencia del centenar de niños de la colonia y en ocasiones de sus familias no era el ambiente propicio para la paz y el recogimiento de los frailes. Además el presupuesto se disparaba cada año por encima de lo previsto.
El 11 de agosto de 1929, los niños Jesús Alonso, José María Castillo, Francisco Manzanos, Manuel Arraiz, Jesús Arnáiz, Jesús Madinaveitia y otros 44 'colonos' eran llevados en vehículos particulares desde Vitoria al cerro. Tras la bienvenida del director, Marcelino Losa, se les entregó un uniforme con gorra de marinero, en el que la pieza fundamental era la bata. Era domingo y Estíbaliz vivió uno de sus días memorables con la presencia de un infante de España, don Jaime de Borbón, que tuvo palabras de elogio para la obra caritativa en la que se habían embarcado la ciudad de Vitoria y su provincia. En el acto religioso el obispo Mújica agradeció especialmente a los periodistas el impulso que dieron a la colonia escolar. Durante el almuerzo de los muchachos, el propio don Jaime sirvió el primer plato a uno de los pequeños, paella valenciana. El menú seguía con ternera, merluza, y dulces y fruta de postre.
Como recordaba Ana Vega en un reciente artículo sobre estas colonias en el suplemento Jantour de El Correo, «Muchos aprendieron a comer carne, cosa nunca vista en sus casas, y a manejar bien los cubiertos, especialmente el cuchillo y el tenedor», según el periodista Julián Zugazagoitia, otro de los que fomentaron una de estas instituciones en el fabuloso paisaje de Pedernales (hoy Sukarrieta), en Urdaibai.
Varios centenares de niños «mayores de 6 años y menores de 12» llenaron de risas, juegos y correrías por los pasillos el noble edificio del monasterio. Pero Estíbaliz solo permaneció abierto para ellos 7 años. En el verano de 1936, con el inicio de la Guerra Civil, todo se paralizó. Los edificios de la colonia fueron utilizados como Hospital Militar de la Cruz Roja y las risas fueron sustituidas por los gemidos de los heridos que llegaban del frente.
El padre Simón Andrés vio que su idea de convivir unos años con la colonia escolar hasta conseguir los nuevos edificios para la orden benedictina se cumplía. En 1941, la comunidad pagó por la propiedad de todo el conjunto unas 400.000 pesetas. La ausencia de los chavales permitió que los monjes recuperaran la atmósfera abacial del ora et labora.
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