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Se acicaló, con sombrero, americana y chaqueta de punto, le sacó brillo a los zapatos y cualquiera diría que hasta se arregló el bigotillo y se peinó con esmero su cabello grisáceo, todavía espeso. Igual que si hubiera quedado para cenar con Julia, su Julita ... en un buen restaurante en lugar de reencontrarse con ella allí, entre ángeles llorosos y vírgenes dolientes de piedra. Son poco más de las diez de la mañana y Ernesto ya enfila camino a casa. Acaba de tener su cita anual con Julia, su Julita. «Se me fue hace 36 años, era tan joven y tan bella. Me acuerdo de ella todos los días del año, pero hoy todavía más», reconoce el hombre, apoyado con su bastón de madera pulida, rematado con una empuñadura de marfil en forma de bola. Allí, viéndole plantado entre los cipreses, parece sonar un tango de Gardel, como en una película argentina de los 40. «Aquí me espera ella», se despide, apretando los labios. Las gafas ahumadas no dejan ver sus ojos emocionados. Él, como cientos de vitorianos, acudieron ayer a los cementerios de Santa Isabel y El Salvador para cumplir con la tradición. Y tener una cita íntima con los que ya no están.
Salió un buen día, como en la canción de Los Planetas. Y la verdad es que esa temperatura tan agradable te acaba sacando un poco de la atmósfera de recogimiento, de la desolación compungida que se le presupone al día de Todos los Santos. Caminar por un cementerio a cuerpo gentil no tiene ni la mitad de épica que hacerlo entre la niebla espesa. Pero ayer, los cementerios vitorianos se despojaron de toda desolación para volver a la vida con cientos de personas recorriendo sus calles, sus manzanas de lápidas, sus arrabales de mármol. En El Salvador se volvieron a repetir los atascos y el personal se volvió a despesperar para encontrar aparcamiento. Eso sí que es una tradición sempiterna.
En Santa Isabel, los setos parecen cortados a cepillo, cuidadísimos, en contraplano con las esculturas fúnebres con vírgenes a las que le falta un brazo y a los panteones con grietas, por las que se cuela el verdín y la hiedra salvaje amenaza con devorar el recuerdo de familias poderosas, de sagas con apellidos de postín. «No hay forma de quitarlo», se queja Julián, mientras intenta librarse, con la ayuda de una espatulita, del liquen que se ha adherido a la losa que cubre el panteón familiar. «La verdad es que la tenemos un poco abandonada, sólo venimos para los Santos... ¡Con lo suya que era mi ama para sus muertos!», reconoce, mientras su mujer retira unas flores de tela ya devoradas por el sol. «Y cuando nosotros faltemos no sé quién va a venir, porque a los hijos no les veo yo haciendo esto», añade.
Tiene toda la razón el bueno de Julián. Pocos jóvenes se ven por aquí. Lógico, por otra parte. Tras una noche de excesos 'halloweenescos' no parece muy sensato ir a dar con tus huesos en el camposanto. Mucho mejor quedarte haciendo el zombie entre las sábanas, con esos alientos etílicos de resaca que sí que tenían que oler a muerto. Todo lo contrario que en el cementerio, perfumadito de crisantemos, de claveles reventones, de margaritas vigorosas y hasta con centros con rosas rojas. «Eran las preferidas de mamá y siempre le traemos una docena, es ya lo último que podemos hacer por ella», señala Miren, en Santa Isabel.
Como en las espinas del ramo de Miren, la emoción se palpa en cada pétalo de crisantemo, en cada brizna de paniculata. En algunos casos, esa sensación está todavía demasiado fresca. El dolor es demasiado reciente. Roberto, el marido de María Asunción, el padre de Paula, las dejó hace apenas un par de meses. Hoy las dos, madre e hija, hija y madre, acuden solas por primera vez al camposanto, en El Salvador. «Qué pena más grande», repite la mujer enlutada entre sollozos. «Toda la vida hemos venido con él este día para hacer la 'ronda', para ver a los abuelos, a un tío que murió, a un primo... y esta vez le venimos a ver a él», apunta la hija muy emocionada, mientras le saca brillo a la lápida de impoluto mármol claro. «Nos la colocaron la semana pasada, nos preocupaba que no llegara a tiempo para este día», reconoce mientras desliza las yemas de los dedos por las letras en relieve del nombre de su padre, por los recovecos de una cruz sencilla.
A flor de piel
Tradición que pierde fuelle
Esa sobriedad que transmiten la mayoría de las tumbas, con cruces latinas, bizantinas, treboladas, aguzadas, también lauburus e imágenes de santos impresas sobre la piedra fría, ese catálogo de ornamentos funerarios contenidos contrasta con el exceso rococo, con la saturación kitsch de las tumbas que acicalan familias enteras de etnia gitana. Flores de plástico. Jarrones de alabastro con motivos florales. Figuritas a granel. Cirios con lucecitas led que cambian de color. En la de los Jiménez Jiménez se alza una reproducción del Cristo del Consuelo, al que la familia le profesa una tremenda devoción. «Niñooos, ni se os ocurra subir a la tumba. ¡Un respeto!», se queja con un grito una anciana, que cubre su cabeza con un pañuelo negro mientras su prole charla, fuma alrededor del panteoncito familiar, convertido en un todo un altar catedralicio.
Y lo cierto es que uno agradecería un manual para comportarse en un camposanto. Vas a la lápida de tu familiar, adecentas un poco aquello, pasas un pañuelo de papel para retirar el polvo y las telarañas, quizás echas un padrenuestro y te quedas ahí mirando, con gesto adusto mientras, qué se yo, piensas si al asado que tienes que preparar después le va más el romero o el estragón... y luego, ¿qué? ¿Qué se supone que hay que hacer en un cementerio? ¿De qué se puede hablar y de qué no? ¿En qué tono? ¿Cuál es la duración de la visita precisa, justa, para no resultar descortés pero tampoco molestar a los inquilinos? Cada uno tiene su código en la cita más íntima del año.
25 años es la concesión media de las sepulturas en El Salvador, aunque también se puede optar a una para 50 años. Para las que se adquirieron antes de 2004, el periodo es de 99 años
3.300 panteones existen en el cementerio de Santa Isabel, según un reciente informe municipal. El número exacto de enterramientos es una incógnita.
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