Secciones
Servicios
Destacamos
Edición
Los paisajes de Rioja Alavesa padecen este mes de fotogenia. Los viñedos que se extienden a los pies de la Sierra de Cantabria han aflojado la presión tras la vendimia porque el 'tajo' ya no depende de su terreno así que, en unas pocas semanas, les han empezado a salir los colores. Las variedades de uva blanca han empezado a mudarse a un tono ocre o amarillento, mientras que las tintas han virado hacia un pigmento más rojizo. Esa naturaleza heterogénea apabulla tanto como sosiega, porque, así, de un vistazo, el ritmo frenético de la vendimia parece ser un asunto pasado. O eso creíamos. Porque, al final, esa aparente calma acaba por ser un engaño.
La faena no ha hecho más que volver a empezar para Iker y Alberto Martínez Pangua, los jóvenes bodegueros de Baños de Ebro a los que EL CORREO está siguiendo durante todo un año de trabajo, de sol a sol, en una serie que cuenta con el patrocinio de la Diputación de Álava. Precisamente estos días en los que las hojas de la vid se han desprendido de su verde –y muy poco antes de que se desplomen hacia el suelo– resultan óptimos para calibrar las carencias nutricionales de sus dominios, que se extienden por 50 hectáreas en diferentes fincas de Baños de Ebro, Laguardia, Elciego y también en San Vicente de la Sonsierra.
La Casa del Vino de la Diputación Foral de Álava tiene un papel fundamental tras la vendimia, ya que se encarga de analizar en su laboratorio las muestras de vino que están elaborando los y las viticultores: web.araba.eus/es/viticultura/laboratorio-enologico
El método que se aplica para detectar esas necesidades en sus tierras es el más ancestral, lo fían todo a ese sistema que casi nunca produce fallos; la observación más pormenorizada. El ojo clínico –y altamente experimentado– de nuestros productores permite descubrir si esta cepa de aquí, que acumula casi un centenar de años de antigüedad, ha estado demasiado estresada este año. O si aquella otra joven de allá esta necesitada de una mínima dosis de magnesio, potasio o de cualquier otro de esos elementos químicos que, para el resto, no son más que siglas que debimos memorizar hace ya algún tiempo para superar un examen puntual sobre la tabla periódica. «En las viñas más recientes se marca muy bien ese déficit; ya desde lo alto se ve», apunta Iker. Esa posible escasez de sustancias se solventarán de cara a la próxima temporada con un extra de abono de oveja o con los raspones, la parte leñosa del racimo de uvas.
Mientras tanto, hasta servir las primeras copas de tempranillo –ese 'Albiker' que se prevé en el mercado para principios de diciembre–, los caldos continúan su proceso entre el laboratorio y la sala de barricas. «El vino es como un recién nacido ahora», ejemplifica Alberto, al mencionar el mimo que se le debe poner a ese desarrollo biológico. «Simplemente controlamos que en el proceso natural vaya todo bien», subraya.
Es decir, después de que el mosto haya adquirido ese gradiente de alcohol que provoca en nuestro organismo, tras unas cuantos tragos, un estado de ebriedad (aquello de estar 'piripi', vamos), es el momento de la fermentación maloláctica. Ese tecnicismo, que consigue que el vino rebaje su acidez, se desarrolla en Altún entre un ánfora de hormigón y la tradicional barrica.
Cada año reciben cerca de medio centenar de toneles nuevos. En esta ocasión, su apuesta por una madera fina y elegante, les ha llevado a optar por unos barriles artesanales, de roble francés, venidos desde Montage, una comuna de la región de País del Loira. «Nuestro padre usaba sólo barricas pequeñas. Las nuestras son de 500 litros y, con ambos depósitos, buscamos respetar la fruta y el carácter del vino. Que tenga un toquecito de madera, pero que tampoco se apodere», explican los bodegueros.
En la salita de pruebas, prestan la fórmula perfecta a un puñado de números. Parámetros como el pH les indican el estado de la acidez de los caldos, pero también miden el color que manchará la botella, así como la glucosa o fructosa. «Esto es como cuando te analizan la sangre, que te miden quince cosas», apunta concentrado Iker. Y la comparación funciona, pese a que no se ven en esta zona agujas hipodérmicas ni miradas de pánico.
Lo que sí se intuye, aquí, es una pasión arrolladora, además de un compromiso absoluto por mantener tras una «buena cosecha» esa misma calidad que se viene ofertando desde hace tres generaciones. Y es que, aunque las vistas de la viña transmitan lo contrario, todavía son días frenéticos para estos jóvenes bodegueros, que pronto se verán enfrascados en la delicada tarea del cupaje.
Iker y Alberto Martínez Pangua. Nietos e hijos de viticultores riojanoalaveses. Iker y Alberto, de 34 y 27 años, son de Baños de Ebro y representan a una nueva y excepcional generación de bodegueros. Cuentan con una sólida formación, también internacional, una visión y una pasión con la que aspiran a agitar el sector del vino desde el respeto al pasado de éxito que Rioja Alavesa ha logrado gracias a su esfuerzo común.
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.