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Retrato de Félix María de Samaniego ejecutado por el pintor Javier Ortiz de Guinea. EL CORREO
La cara oculta del fabulista

La cara oculta del fabulista

Félix María de Samaniego tuvo un hijo con una sirvienta de su esposa del que primero renegó para después reconocerlo como suyo

Tino Rey

Domingo, 8 de abril 2018, 00:50

Sobre don Félix María Serafín Sánchez de Samaniego, el fabulista que vino al mundo el 12 de octubre de 1745 en Laguardia, se ha escrito mucho. Sus biografías han sido vastas. Con tintes multicolores. Donde se ha hurgado poco, muy poco, es en ese recoveco que a la luz se le niega penetrar. Son los secretos que más o menos cualquier ser humano almacena a lo largo de su existencia. Aquel ilustrado fabulista también tuvo los suyos.

La educación que le fue asignada por su familia, que gozaba de una situación privilegiada, con extensas posesiones de viñedos y cientos de fanegas de tierras labrantías, fue exquisita. En su casa-palacio, sita en la plazuela de San Juan de la Laguardia del siglo XVII, tuvo a su disposición a lo más selecto que había de las ciencias y la música. Un niño mimado, listo, sagaz, pícaro y zaragatero. Le gustaba escribir y componer versos.

Su familia lo envió a estudiar al sur de Francia. Allí bebió de las fuentes de la Ilustración. Humanidades y ciencias. Música, guitarra, piano, modales a la hora de levantarse de la mesa, comer con decoro y aprender a andar con una cierta galanura. Eso sí, con la consiguiente peluca sobre su cabeza. Un joven en onda con lo más granado de su tiempo. Inevitablemente, también gozó del placer y el amor con damas francesas. Regresó a España con todas las lecciones bien aprendidas. Al fin y al cabo, fue a conocer mundo y hacerse persona.

A su regreso, contrajo matrimonio con la bilbaína Manuela de Salcedo. Fue una boda pomposa y bendecida por la Santa Madre Iglesia. Su mujer tenía a su cargo varias sirvientas. Con una de ellas, María Valentina de Laredo, Samaniego tuvo un romance que desembocó en una preñez no deseada. Según fueron manifestándose los signos del embarazo, el bueno de don Félix no sabía cómo arrear con aquel desliz. Todo un dilema.

Su esposa montó en cólera al enterarse del adulterio de su marido y le obligó a despedir y olvidarse de la criada, ya que estaba siendo la comidilla de la clase alta de Bilbao. Así, Valentina de Laredo se mudó a la villa de Lizarza, en los aledaños de Tolosa, donde el riojanoalavés fue corregidor y gozaba de grandes influencias. La criatura nació a las cuatro de la madrugada del 2 de abril de 1790 y ejerció de partera una mujer llamada Ana María de Sendoa. Una vez que tuvo al bebé aseado, lo trasladó abrigado en una mantilla hasta la iglesia de Santa Catalina para que fuese sacramentado, como era de obligado cumplimiento por aquel entonces.

El bautizo fue celebrado en la más estricta intimidad. Estuvieron presentes el presbítero, Gregorio de Ezquieta; un monaguillo y dos personas más. Félix María Paula, así se llamó el niño. El sacerdote levantó acta del acontecimiento en el libro parroquial, en la página 97 número 10. Escribió de puño y letra: «El 2 de abril de 1790, yo, el infrascrito Rector de La Parroquial de este lugar de Lizarza, bauticé en ella a Félix María Paula, nacido a las cuatro de la mañana, hijo natural de María Valentina de Laredo y de cuyo padre no se tiene conocimiento alguno...».

Pocos días después, el fabulista alavés, eminentemente religioso, se arrepintió y se presentó ante el párroco de Lizarza para acreditar su paternidad y solicitó que se reconociese al niño y fuese inscrito en el libro bautismal. Así fue y así se redactó: «Se ha declarado padre de la criatura a D. Félix María de Samaniego, vecino de Laguardia, y casado con Dª Manuela de Salcedo, natural de Bilbao». Desde entonces evitó volver por aquellos lares, aunque se comprometió a ayudar en secreto económicamente a la madre.

Las veleidades de Samaniego se enmarcan en las condiciones que presidieron su vida, acomodado y de clase alta. Y 'viajado'. Unos años antes, en junio de 1783, se desplazó a Madrid como comisionado de la Diputación de Álava para entrevistarse con el ministro Floridablanca con la finalidad de mediar por un decreto firmado por el monarca Carlos III que erosionaba gravemente los intereses de los alaveses. Muy pronto asimiló que sus visitas y contactos con los políticos estaban abocados al fracaso. En sus muchas reuniones recibió la misma respuesta: «el asunto ha sido aprobado por el Consejo de Minitros y no tiene vuelta de hoja».

En Madrid no dejó pasar la oportunidad y exprimió todo el jugo que destilaba de la aristocracia. Tentaciones mundanas. En los Reales Sitios de Aranjuez, El Escorial, La Granja, salones, teatros, tertulias y distintos escenarios donde se reunían los nobles ociosos, allí estaba don Félix. Fiestas, paseos por los prados, romerías y todo tipos de saraos, encuentran el caldo de cultivo para la juerga fuera de su villa, que solía decir sobre ella que «solamente saben hablar de vino, aceite, trigo, cebada y por las noches impera un silencio sepulcral».

Ingenio y desparpajo

Triunfa en sus disertaciones, con sus fábulas, cuentos y en sus bailes con disfraces. Las mujeres, que comenzaban a soltarse el encorsetamiento del siglo XVIII, con profusos escotes, se lo rifan. Su ingenio y desparpajo desgarran el corazón de las damiselas que no paran de ofrecerle dulces, limonadas, chocolate con bizcochos, agua con azucarillos y aguardiente.

Sabía tocar la guitarra, la vihuela, e improvisaba poemas para las cortesanas en las reuniones palaciegas que hacían las delicidas de la concurrencia. Narraba sus pícaras historias licenciosas y anticlericales que causaban gran hilaridad. Era un experto bailarín. Lo mismo se marcaba un minué que una contradanza que causaban furor entre los afrancesados. Cierto día, la condesa de Baños le solicitó que le enviara un retrato suyo.

No tardó mucho en recibir la ilustre dama un pequeño paquete donde al abrirlo halló un cuadro con la imagen del fabulista y un pergamino en el que había descrito su propia caricatura. Lo tituló: 'Ridículo retrato de un ridículo señor'. En su primera estrofa redacta: «Ahí va que quieras, o no, mi retrato y 0claro está que no lo conocerá la madre que lo parió, está más feo que yo, más raro, más singular y si gustas de mirar su figura atentamente, aprende primeramente a signar y santiguar...».

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