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Miguel gutiérrez garitano
Domingo, 6 de agosto 2017
La carta de hielo, instrumento indispensable para quien transita por mares helados, daba pie a cierta esperanza: hasta el Cabo Alexander, punta más occidental de Groenlandia, solamente un tercio de la superficie del agua estaba cubierta de hielo. Suficiente para nosotros. Así que marchamos a través de un laberinto blanco esquivando témpanos gracias a la pericia como timonel de Aitor Basarrate.
El plan consistía en fondear junto al cabo, tras una isleta sin nombre, al socaire de los elementos. Y después estudiar la siguiente carta. Pero como esta no llegaba ascendimos a la montaña en busca de una visión panorámica del Estrecho de Smith, que se abría ante nosotros como unas auténticas las puertas del frío.
La ruta -emprendida en plena noche por Aitor Basarrate, María Valencia, Rafa Gutiérrez y yo- nos dejó el regusto de las verdaderas caminatas fuera de ruta; nos topamos con caribúes, lobos y tres pelotones de liebres árticas que saltaban cuesta arriba como saetas blancas.
Sigue toda la aventura
La cima, precedida de empinadas cuestas de canchales y rocas atomizadas, estaba marcada por un mojón de piedras pardas. Desde allí pudimos evaluar la situación: inopinadamente varias ensenadas hacia el norte se veían libres de hielo.
-¡Está libre!¡Hay paso abierto hacia el norte!-recuerdo que gritó Basarrate.
Pero al bajar nos esperaba una desagradable sorpresa. El norte de cabo Alexander se veía libre de hielo porque este había peregrinado en dirección contraria. Eran las tres y media de la madrugada cuando llegamos remando a un Northabout asediado del hielo por todos sus flancos.
Nuestros compañeros estaban exhaustos tras horas de vigilancias y luchas contra icebergs. El viento había atraído miles de bloques de hielo en romería. La banquisa se estrechaba compactada y siniestra. Solamente al sur parecían partir algunas sendas de agua líquida entre el hielo. Era el momento crítico. Se requería la acción de capitanes intrépidos y expertos. Para nuestra fortuna, los nuestros lo son. Sin atisbo de nervios Stewart trató de llevar el velero hasta las bahías libres del norte. Pero la trampa estaba cerrada y tuvimos que regresar al punto de partida bajo el Cabo Alexander. Muy cansados y con el casco del barco algo baqueteado. A pesar de la inquietud los que no teníamos guardia dormimos a pierna suelta, pues hay momentos en que el agotamiento supera al miedo.
Un enorme impacto nos despertó de madrugada. Llegué a considerar la peor de las situaciones, como es flotar a la deriva en aguas a menos de tres grados Celsius.
Pero entonces Litau, el mejor piloto de hielo del mundo, congeladas la mirada y la sonrisa, nos marcó la única vía de escape. Y escapamos hacia el sur, por un laberinto de hielos menguantes, con Aitor Basarrate aferrado a la rueda como un ánima a su huésped.
Ni siquiera en Soriapaluk, otrora libre, tuvimos tregua. La bahía de Robertson, donde se asienta el pueblo, estaba invadida. Tuvimos que mover el barco 8 veces en 24 horas de peleas ininterrumpidas con el hielo. El día 28 al fin, tuvimos una tregua. Y pudimos descansar. La carta de hielo no dejaba lugar a dudas: las ensenadas del norte donde quisimos resguardarnos estaban solidificadas en un 80%. Lo mismo que el camino por donde habíamos escapado in extremis. Derrotados, habíamos asomado la cara al Estrecho de Smith, las puertas del infierno blanco, y nos la habían roto. Pero la guerra -nos dijimos- aún no ha acabado.
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