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El que hace estos días me ha traído el recuerdo del que hacía aquellos días. ¡Qué calor, madre mía! La montaña de Iruña era un auténtico secarral. Todas las tierras en rastrojo ya, ni un mal árbol bajo el que protegerse. Solo la tierra y ... el calor.
Qué calor hacía cuando pusimos las cuerdas para diseñar la cuadrícula de trabajo. Era imposible casi coger las piquetas para clavarlas, de lo que quemaban. La goma elástica blanca, de las de braguilla, se daba de sí mucho más de lo que se esperaba de ella.
A pleno calor refrescamos, es una metáfora arqueológica, porque lo demás hubiera sido imposible, el gran corte de la entrada. El calor nos mareaba cuando la máquina excavadora rebajó el espacio diseñado hasta los niveles arqueológicos que buscábamos; el hombre conductor con pañuelo de cuatro nudos para recogerse el sudar y protegerse un poco. Los demás mirando en plan espejismo, protegidos también con pañuelos, pero puestos en la boca para intentar evitar el polvo seco que emanaba de la fosa que se iba abriendo.
Quisimos evitar el calor, quién se ponía allí sentado en una mesita de campaña para llevar diarios, hacer dibujos... Nos hicimos con un toldo azul gordo. Casi peor. El toldo resguardaba del sol pero duplicaba el calor allí debajo.
Por alguna razón que no me explico, no teníamos botijo. En la lista de cosas necesarias para la excavación no estaba. Así que no tuvimos. Yo venía de excavar en Castilla. Sabía lo que era empezar quitando la escarcha mañanera, para poder entrar a las tumbas de hoyo con el paletín, y tener que retirarnos al mediodía muertos de calor. Allí aprendí el secreto del botijo anisado. Se dejaba bajo unas hierbas a la mañana y a pleno mediodía el agua aún estaba fresca cuando daba todo el calor. También utilicé el pañuelo de cuadritos y nudos, bien mojado por el botijo. Y aún tuve tiempo de aprender el valor infinito de un 'calao', siquiera pequeño, donde pasar el bochorno del atardecer con la ayuda de una frasca, o dos, de clarete a su temperatura, recién hecho resucitar de su tumba tinaja.
Pero en Iruña, aún no estaba claro que fuera Veleia, por no haber no había ni botijo. Sólo, calor. Cuando ya pudimos bajar a ejercer nuestro oficio, en el fondo de lo retirado por la máquina, peleábamos entre nosotros para ver quién lo hacía el primero y salía el último.
Con ayuda de los hombres de pala fuimos completando nuestros objetivos, descubriendo lo que viene a ser normal en un yacimiento romano, muchos trozos de cerámica de la que llamamos Terra sigillata, rojiza, barnizada, muy bonita, a menudo con decoración, algunos con 'sigilum' /sello en el fondo, alguno también con su grafito, trozos de botellas de vidrio, agujas de hueso para el pelo, monísimas, pinzas de depilar, monedas... el arranque de los muros de las habitaciones... en fin, lo habitual para la vida, nosotros calculamos a bote pronto que, de los siglos I, II de la Era. Aunque se notaba que alguien había vivido allí también antes.
Otra de las maneras de combatir el calor era manejar una pala mecánica que teníamos. La 'terrera', el lugar en el que se va depositando la tierra que sale de los excavados, se nos fue haciendo tan larga que no merecía la pena hacer fila de carretillas manuales para ir llevando la tierra cada vez más lejos. Así que aprendimos a manejarla y a disfrutar del viaje. Mientras ibas y venías la velocidad te engañaba con el calor, parecía como que notabas hasta algo de fresco, incluso.
Pero era mentira. Allí lo único que hacía era calor. En esas condiciones, ¿quién se acuerda demasiado de lo que hicimos? Debería haberse acordado el jefe, haber tomado sus notas, haber hecho su diario, su relación de las fotos que íbamos haciendo, la mayoría inútiles por exceso de luz, pero era muy difícil. Es normal que, con aquel calor, no tuviera fuerzas para nada. Pero el caso es que allí estuvimos. La vez del calor y otra después.
A la otra fui poco. Pienso que por miedo a que volviera a hacer el mismo calor. La segunda fue de mucho alboroto, porque coincidió con un Congreso Nacional de Arqueología que se celebró en Vitoria, pero a mí me pillaron poco. Me vino mejor jugar a las cartas con el maestro Medrano, con Maluquer de Motes, con todos los viejos de la arqueología que se pasaron por el CUA, donde estuvimos tranquilos y a la fresca, sobre todo, a la fresca.
Siempre he pensado que el que aquellas excavaciones resultaran tan desastrosas, no al nivel de hallazgos que estuvieron muy bien, creo, porque con el calor que hacía se me debieron fundir las meninges y ni yo mismo me acuerdo muy bien de lo que hicimos, digo a nivel de que después esos hallazgos no fueran puestos a disposición de la comunidad científica tuvo que ver con el calor que hacía. Aunque también, pero no creo, con la predicción que nos echó un lugareño que solía ir por allí. Nos dijo, primero, que no le engañábamos que nosotros a lo que veníamos era a buscar la campana de oro que enterraron los moros, pero que no la íbamos a encontrar y, segundo, que todo el lugar estaba maldito y que, hasta los mismos frailes del convento se tuvieron que marchar porque no les pasaban más que calamidades. Que, de allí no se podía sacar nada bueno. Que él nos lo advertía, pero que allá cada uno.
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