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Del siglo XIV para atrás entre lo vivido y contado va un auténtico abismo. Es pura ficción. Las composiciones literarias se llevaban a cabo en lengua castellana -medieval- y su acompañamiento era con música, preferentemente, y se contaban las gestas en público por juglares, trovadores y poetas, en aldeas, plazas y palacios. Lo que sí es verdad es que la religión era el eje motriz que alentaba a reyes, nobles y plebeyos.
En aquella época fue el feudalismo cuando adquirió su mayor apogeo. Era un sistema establecido con un fin recaudatorio y de dominio. El señor se apropiaba de los escasos bienes de sus súbditos a las buenas o las malas. La ley era impuesta por el poder de las espadas, mazas o cuchillos. Los reinos dominantes eran los de Asturias, León, Navarra, Aragón y Portugal, que siempre andaban subidos a lomos de conquistas y reconquistas.
Laguardia era un fortín, fundado por el rey navarro Sancho Abarca, de cierta importancia. Una fortaleza. En la zona norte del cerro se levantaba al cielo un castillo imponente que era el orgullo y admiración de Navarra entera. Allí se instalaban toda la realeza, reyes, príncipes, princesas y todo ese variopinto mundo que compone el séquito real.
En ese enorme torreón nació un 12 de agosto de 1137 Blanca Garcés de Pamplona. Su progenitor, García Ramírez de Pamplona (apodado el 'Restaurador'), subió al trono, con el beneplácito de magnates y obispos, con el nombre de García V de Pamplona y cuya madre, Cristina Rodríguez, fue hija de Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador. O sea, nuestra Blanca de Laguardia fue bisnieta de aquel famoso caudillo glosado en el 'Cantar de mio Cid'.
Por aquellos tiempos remotos, las guerras entre los reinos de Castilla y Navarra eran frecuentes. Invadían unos y otros sus fronteras como puro pasatiempo. Lo importante era mostrar ante al adversario el poder de sus tropas e intimidar constantemente al enemigo. Hasta que cansados de verter tanta sangre y del hartazgo del ruido de sables y cuchillos, allí en la ribera del Ebro, aguas abajo de Logroño, cerca de Calahorra, firmaron un armisticio de no agresión.
Tuvieron una de las muchas ocurrencias reales de aquel entonces para sellar la paz, casar a sus vástagos, Sancho III de Castilla (pasó a la historia con el sobrenombre de 'El Deseado') y Blanca Garcés de Pamplona. Los prometidos tenían seis y tres años de edad, una auténtica aberración bajo nuestra mirada actual. La niña pasó a la custodia y guarda de Alfonso VII, llamado el 'Emperador'. En la corte fue aprendiendo el correcto uso de la palabra, las buenas maneras y esas clásicas tradiciones propias de la realeza del medievo.
La infanta fue creciendo y pasó de niña a mujer siendo la admiración de príncipes y nobles que se acercaban a palacio. Su hermosura resultaba cautivadora y muchos suspiraban por poseer sus encantos. Cabello rubio, ojos azules, tez clara, y cualquiera que se atrevía a regar sus oídos con palabras de amor se negaba rotundamente a escucharlos. Muchos poetas loaron su belleza. «Y tan blanca que mereció bien el nombre. Su genio era también de gran candor y las prendas y sus costumbres la hacen honra de su sexo», decían.
El 30 de enero de 1151 contrajo matrimonio, con 13 años, en la iglesia de Santa María de los Reyes de Laguardia con su prometido, Sancho III de Castilla. Partió la comitiva del Castillo Grande hacia la iglesia con una procesión interminable de ilustres invitados, reyes, obispos, caballeros... Una celebración memorable, con música, comida y bebida abundantes. Sin embargo, hay que recalcar que fue un matrimonio de conveniencia donde la mujer era un simple objeto de deseo y que en esta ocasión sirvió para sellar la paz entre los reinos de Navarra y Castilla.
Su paso por la vida terrenal resultó efímero, duró lo del fulgor de un relámpago. Al dar a luz, un día de primeros de agosto de 1156, murió, a los 18 años, por sobreparto en uno de los aposentos reales que Alfonso VII levantó en uno de sus castillos en las colinas de Nájera. Fue una muerte prematura que encogió el corazón de navarros y castellanos. Las campanas doblaron durante muchos días en ambos reinos con su lúgubre sonido a muerte. Había fallecido la bella infanta de cabellos rubios. No obstante, su hijo, al que se le puso de nombre Alfonso y reinó como Alfonso VIII de Castilla, dejó inscrito su recuerdo con letras de oro en el gran libro de la historia ya que estuvo al frente del ejército que combatió en las Navas de Tolosa contra los almohades, que eran muy superiores en número de combatientes.
Doña Blanca fue enterrada en el Monasterio de Santa María la Real de Nájera con toda la pompa que se llevaba a cabo en la Edad Media. El ritual de la muerte solía hacer su aparición de forma prematura en la vida de las gentes. Su sarcófago es una auténtica obra maestra de la cultura funeraria románica. De planta rectangular, está labrado en piedra con unas ilustraciones muy llamativas. Su epitafio escrito en latín reza así traducido al castellano:
«Aquí yace Blanca, Blanca en el nombre, Blanca y generosa en el cuerpo. Pura y cándida en el espíritu. Agradecida en el rostro. Agradable en la condición. Honra y espejo de las mujeres. Fue su marido Don Sancho, hijo del Emperador, y ella digna del tal espejo. Murió al nacer su hijo (Afonso VIII)».
Si Laguardia parió al fabulista Félix María Serafín Sáchez de Samaniego, enterrado en la Capilla de la Piedad de la Iglesia de San Juan Bautista, que en su tiempo se enfrentó a la Inquisición por sus escritos eróticos y anticlericales, doña Blanca Garcés de Pamplona, reina consorte, fue una hija de Laguardia de los pies a la cabeza. Le tocó vivir unos tiempos truculentos, donde los hombres aplicaban sin rubor alguno el ordeno y mando, ante la pasividad de la Iglesia. En definitiva, fue una víctima.
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