La entrañable Laika, Gagarin, Armstrong, Aldrin, Collins y el más doméstico Pedro Duque conforman un elenco bastante reconocible de viajeros por el espacio. A esta lista hay que agregar por su reciente notoriedad planetaria el astronauta del belén actual de la plaza de San Pedro ... en el Vaticano. Construida esta imagen en material cerámico proveniente de Castelli, un pueblo de los Abruzos con prestigio milenario en este tipo de trabajos, ha sido recibida en los medios de comunicación como el típico 'divertissement' navideño, como ocurrencia o dislate. También ha servido de ponzoña para avivar zozobras próximas a la paranoia y los rencores religiosos. Que sin la gracia divina necesaria apuntan siempre los más aguerridos en la misma dirección. No es que traten ellos de perder excesivamente el tiempo y mucho menos la cabeza animando otros credos.

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Pero ciertamente este conjunto belenístico, de los muchos que posee el Vaticano, a nadie deja indiferente en sus exhibiciones públicas. Suele incluso ir de itinerancia. Fue diseñado en los años sesenta y principios de la década setenta del pasado siglo. Compuesto por medio centenar de figuras cerámicas de corte muy moderno y conceptual, algunas de sus piezas superan en tamaño la escala humana. En su interpretación creativa no es un conjunto que destaque, pues, por la ortodoxia y el clasicismo más amable. Ni por la escrupulosa obediencia con el relato evangélico.

Aun así, la representación de este astronauta –una pieza más de esta particular escenografía navideña en las que aparecen igualmente otros singulares personajes–, es la que ha originado el desconcierto entre las almas candorosas más desprevenidas, mofa en los más descreídos que utilizan cualquier oportunidad para subrayarse en las redes sociales, suscitando en los más vehementes palabras condenatorias de fuego eterno. Propulsando sería un buen gerundio 'ad hoc' además sulfurosas adjetivaciones dedicadas al papa Francisco, que para eso reside en las inmediaciones. Es lo que toca con fervor en fechas señaladas. Ni siquiera Benedicto XVI, el cintilante teólogo Joseph Ratzinger, consiguió librarse de polémicas acerca del buey y el asno en las navidades de 2012. Lo recuerdan. Que el santo Padre nos quería suprimir algunas figuras del belén, se oyó comentar.

Gran teatro del mundo

Pero al entrar siempre en los detalles con trazos gruesos, nos olvidamos de lo sustancial: continuamos sin querer aprender. Ya sabemos que resulta muy difícil cambiar o modificar hábitos, incluso si nos va la vida en ello. Nos cuesta, y mucho, asumir cambios de mentalidad, más si nos condiciona el comportamiento cotidiano. Por eso y más, este belén del Vaticano no es complaciente con los gustos mayoritarios: sorprende todavía ásperamente a los fieles más acomodados, pero en cambio sí es fiel –bastante– a las ideas más provechosas emanadas por los nacimientos o portales más apreciados del mundo como son los napolitanos del siglo XVIII. De ahí que hayan alcanzado éstos el prestigio que atesoran.

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Hay una frase que resume muy acertadamente la consideración que acompaña desde entonces a los belenes de esta antiquísima y bulliciosa ciudad partenopea. Como paradigma y síntesis extrapolables, sin duda, a diferentes tiempos, espacios y lugares. Que explican su éxito y como decimos su maravillosa aceptación hasta la mismísima contemporaneidad. La cita es así: «El presepio napolitano es la representación del nacimiento del Niño Jesús de acuerdo con las creencias y costumbres del propio pueblo de Nápoles». O sea, los nacimientos o pesebres como el gran teatro del mundo. Y en este sentido, el consenso popular, la participación de todos, el disfrute colectivo, el gozo, las estampas del presente, devienen en rasgos esenciales.

Claro que hay rutinas en la elaboración de las escenas belenísticas acorde con un programa en el que se impone el marchamo de la tradición, pero atención, también afloran acentos renovadores, y la innovación. Mucho más de lo que se cree comúnmente. Artistas y artesanos eficientes, nuevos modelos y tipos de representación actualizados, técnicas y estilos diversos, riqueza y ductilidad en los materiales, montajes y escenografías cada vez más estudiados, expresiones y sensibilidad por los detalles y los complementos, son factores ya irrenunciables. De tal manera que solamente existe la imaginación como límite.

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Porque con los belenes desde el siglo XIII a partir de esa fecha ecuménica de 1223 con san Francisco de Asís en Greccio, y mucho antes en los autos de Navidad con sus liturgias y sus episodios teatrales, todo esto forma parte integradora de una identificación colectiva. Como símbolo de una devoción, clave universal de un acontecimiento que hace muchos siglos trascendió sus propios orígenes históricos. Por eso, los belenes de las iglesias, los monásticos y conventuales, los más regios y aristocráticos de centurias anteriores, alcanzan su verdadera y más auténtica difusión cuando salen fuera del ámbito privado, que sigue siendo privilegiado, para apostar y adaptarse en su apego por la vida y las costumbres de la gente más corriente. Sin exclusiones de ningún tipo.

Que en los belenes, como afirmación de trascendencia, puedan asumirse sus representaciones con total decoro y legitimidad, así ocurre habitualmente, con la incorporación de otras figuras contemporáneas, quizá también extemporáneas, como salidas incluso de una máquina del tiempo. Mismamente, un astronauta.

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