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El primer refugiado que llamó a la puerta del abogado Javier Galparsoro provenía de Sierra Leona. Era 1989 y su historia le hizo interesarse por ... la de otras personas llegadas de Burkina Faso, Liberia, Angola y Sudáfrica. «En 1996 un grupo de estudiantes de Derecho de la Universidad de Deusto se interesó por mi trabajo y así nació CEAR-Euskadi», explica el presidente de la Comisión de Ayuda al Refugiado en la comunidad autónoma.
En el último cuarto de siglo, lo que empezó como una asesoría legal voluntarista a escala reducida se ha convertido en una red de apoyo con más de 120 trabajadores en Euskadi, 30 pisos para recién llegados, dos albergues en Gipuzkoa y gran experiencia a sus espaldas. El objetivo es escuchar y acompañar a refugiados y solicitantes de asilo en su integración en el País Vasco de manera cercana y sin barreras burocráticas.
«Para la Administración los refugiados son un número de expediente. Nosotros tenemos delante a Mamadou, Fabiana o Jonatan y somos conscientes de que tienen una historia, un pasado y un presente a menudo de pesadilla que determina sus vidas», subraya Galparsoro. Aunque las cifras de atenciones de CEAR han crecido y ya implican a más de 2.000 personas al año, la mayoría de solicitudes de asilo siguen denegándose.
La resolución puede alargarse entre dos y tres años y, desde la asociación, apuestan por integrar a estas personas en vez de devolverlas a sus países de origen. «¿Con qué fuerzas le dices a alguien después de aprender euskera, castellano, hacerse del Athletic y tener una novia llamada Nekane que se debe ir'? A mí ya no me quedan», confiesa Galparsoro, quien recuerda que si estas personas se ponen en manos de las mafias para cruzar las fronteras o se echan al mar es porque «nuestra peor vida es mejor que su no-vida».
Hace una mención especial a la atención psicológica, uno de los ejes de CEAR que más ha avanzado en los últimos años. «A menudo necesitan asistencia incluso nuestros trabajadores. Hacen falta más personas, más comprensión, menos soflamas y menos artificios», reclama.
Pasó a Líbano para escapar de la guerra de Siria, que ya manifestaba sus primeros conflictos, en 2010. Tras una larga odisea por Turquía, Grecia y su país de origen, Suad Hasri, de 46 años, llegó a Madrid como refugiada en 2016, pero estaba asustada y no podía parar de llorar. «Había oído tantas historias de niños separados de sus madres que, cuando me dijeron que me mandaban a Vitoria, pensé que nos iban a separar», explica esta madre de cinco hijos.
Hasri sabe lo que es pasar días encerrada en casa porque hay un tiroteo fuera, soportar los bombardeos o temer que secuestren a sus hijos de camino al trabajo. De hecho, quisieron llevarse a uno de ellos cuando trataron de llegar a Damasco tras pasar por Alepo. «Le cogieron en el autobús, le pegaron y nos pidieron un rescate. Conseguimos juntar el dinero entre varios familiares. Tengo suerte porque pensé que lo iban a matar», recuerda ahora aliviada. Ese primer viaje derivó en otros y, once años más tarde, sus hijos mayores viven en Noruega y Alemania. Los pequeños siguieron el camino con Hasri y hoy residen en España.
Obligados a dejar atrás su taller mecánico, su piso y sus propiedades en Siria, la familia también pasó dificultades en Líbano. «Los niños no podían ir a la escuela y estaba mal con mi marido, así que me divorcié y decidí cruzar a Turquía con los pequeños. Cuando hay guerra y no tienes nada debes intentarlo», explica. Viajaron a pie y después continuaron a Grecia en una lancha, donde fueron acogidos por una ONG.
«Nos decían que íbamos a ir a España, pero al principio pensaba que eso de venir a Vitoria era una trampa», asegura. Pronto comprobó que tenía unos aliados para empezar una nueva vida en CEAR-Euskadi. «Al principio compartimos un piso con otra familia y ahora vivo sola con mi hijo Anas», celebra. El joven de 17 años le pide no volver a mudarse en una temporada. «Hemos cambiado tantas veces de lugar que queremos estar tranquilos», resume Hasri, a quien le costó un par de años abrirse del todo a su nuevo entorno.
«No quería salir y no hablaba con nadie, pero me ayudó recibir atención aquí. En CEAR me han animado a dejar de tener miedo y preocuparme por mí. Tenía que ser una madre fuerte para Anas. Mis hijos ya están bien y tengo que pensar en lo que quiero hacer a partir de ahora», agradece. Hasri tiene claro que su sueño es estudiar, algo que no pudo hacer al casarse a los 13 años. «Voy al Centro de Educación de Personas Adultas y me gustaría hacer algún curso de Enfermería. Estudiar era mi sueño», sonríe. Quiere aprender a utilizar internet para valerse por sí misma y buscar trabajo. Tiene varias amigas. «Sé que voy a salir adelante», promete.
Hady Traore es vecino de Durango desde 2005, cuando decidió que sería de más ayuda enviando dinero a su familia desde España que en Mali, su país, azotado por la pobreza. «Soy el menor de doce hermanos y no tuve oportunidades para formarme, así que aunque fue muy duro decidí marcharme», explica a sus 40 años. Escogió la villa vizcaína porque tenía algunos amigos allí, pero pronto se dio cuenta de que debía esperar tres años para poder empezar a trabajar de manera legal.
«Estuve haciendo cursos y con los servicios sociales de Durango. No hablaba nada de español», recuerda este hombre originario de Segú. Pasados los tres años, al fin, Traore logró un trabajo en una empresa de limpieza de carreteras y caminos urbanos. Desde entonces también se ha empleado en construcción, fábricas e incluso como camarero tras pasar por la escuela de Hostelería de Artxanda.
«El trabajo depende de la suerte de cada uno, pero yo afronto todos los que consigo. La cuestión es no estar parado para poder atender a mi madre y a mi hija», afirma Traore, cuyo plan inicial era que su pequeña de 7 años empezara una nueva vida con él en Durango. Sin embargo, han pasado 16 años desde que Traore se subió a un avión para llegar a Madrid tras conseguir un visado y la vida no se detiene. «Ella decidió casarse en Mali y ya tengo una nieta de 2 años», resume.
Traore recuerda con angustia el año 2010, cuando perdió el trabajo y empezaron los conflictos que desembocarían en una guerra en su país. «Pedí asilo en 2011 porque, cuando estalló el conflicto, entendí que ya no podía regresar allí», relata. Por aquel entonces se había convertido en usuario de CEAR. Hoy vuelve a estar desempleado y es uno de sus voluntarios. «Hacen lo que me gusta, ayudar a las personas. Creamos un grupo de participación social y a veces nos juntamos para hablar de otras culturas y situaciones de personas como yo», anima.
La distancia no le permite olvidar su tierra y cada día lee las noticias para estar al tanto de lo que ocurre en Mali. «La guerra empezó en el norte y entonces pasé mucho miedo, pero ya afecta a todo el país y cada día muere gente. En Segú están bien, pero mi familia no me cuenta todo lo que pasa. No quieren que me preocupe», lamenta.
Traore afirma que CEAR se ha convertido en su segunda familia en estos momentos difíciles. «Estoy aquí para buscar el bienestar de los míos, pero ver lo que ocurre allí me hace sufrir y ellos me están ayudando a olvidarlo un poco», agradece. Aficionado al monte y rodeado de amigos en Durango, se considera un afortunado por no haber tenido que atravesar África por tierra o saltado al mar para llegar a Europa. «Es una cuestión de humanidad, las personas necesitan trabajo», reclama.
«Lo más difícil que he hecho en mi vida ha sido salir de Eritrea», explica Imán Mohammad mientras Shadi, su hijo pequeño, desayuna plácidamente. Con apenas 12 años, esta refugiada eritrea dio el paso de atravesar la frontera hacia Sudán con su madre y su hermana pequeña. Un recorrido peligroso donde quienes no pueden pagar terminan sufriendo violencia sexual o acaban en manos de las milicias, pero mejor que la guerra que soportaban cada día. Tras veinte años trabajando y haciéndose cargo de sus hermanos en Sudán, Mohammad dio el paso de cruzar a Egipto para subirse en un barco de camino a Italia.
«Siempre había soñado con venir a Europa», confiesa esta madre que pasó siete meses en un campo de refugiados en Italia antes de llegar a Vitoria, donde se le acogió en el primer piso para mujeres refugiadas de CEAR en Álava en 2017. Llegó a Euskadi con 32 años y embarazada de Shimin, su primera hija, muy querida por el personal de la entidad. «La primera bebé de la oficina», recuerdan. Mohammad dio a luz en un país al que acababa de llegar y cuyo idioma desconocía, pero se sintió acompañada por el personal de CEAR en todo momento.
«Siempre que he necesitado algo les he tenido aquí. Un tiempo después conseguí vivir por mi cuenta compartiendo piso con una marroquí que también tiene un hijo», celebra. Claro que ha conocido, igualmente, la cara más fea y la incomprensión por parte de algunas personas en su nueva ciudad. Una inmobiliaria vitoriana se negó a atenderla por el color de su piel. «A veces dicen que es por los niños, otras directamente porque soy negra», lamenta.
Mohammad se considera afortunada. Su hija Shimin está feliz en el colegio y, cuando Shadi sea un poco más mayor, espera hacer algún curso de cocina y trabajar en el sector hostelero, limpiando o cuidando ancianos. «Cuando veo a otras personas extranjeras que han llegado solas, pienso que lo tienen mucho más difícil», se solidariza. Cuando llegó a España, el acompañamiento de CEAR le permitió desenvolverse en las cuestiones más básicas, ya fuera saber dónde hacer la compra, aprender castellano o lograr el estatuto de asilo por motivos de género.
Los servicios jurídicos son uno de los primeros recursos que CEAR pone a disposición de los refugiados y Mohammad pudo prepararse para relatar a la Policía lo que había vivido en su país de origen. «El perfil de refugiado que puede acreditar su persecución con papeles y documentos es minoritario. Aunque aquí estar documentado es fundamental, muchas de estas personas carecen de DNI o pasaporte», recuerda Javier Galparsoro, presidente de CEAR-Euskadi. Los hijos de Mohammad crecen en Vitoria sin las preocupaciones que ella tuvo que afrontar. «Somos felices aquí», resume.
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