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Heredas un buen joyero, con un par de diamantes talla baguette, un collar de perfectas perlas australianas y un solitario con un rubí de ocho quilates. Pero no sabes muy bien qué hacer con todo eso. Así que te lo pones a diario para ir ... a currar. ¿Inapropiado? ¿Excesivo? Puede, pero, total, es mejor darle uso que tenerlo guardado ahí, muerto de risa. Una lógica muy parecida ha seguido Vitoria en los últimos años a la hora de aprovechar su patrimonio arquitectónico, sus joyas de ladrillo. Ante la duda, ante el más mínimo embrollo, ha convertido majestuosos palacios, casonas imponentes, mansiones de postín en sedes administrativas, en oficinas de la cosa municipal, foral o autonómica, en jaulas de oro para funcionarios. Ahora, la modificación del Plan General de Ordenación Urbana puede abrir la puerta a soñar nuevos usos para todo ese patrimonio, vacío o llenado a desgana, que se le atraganta a la ciudad.
Recorrer el Casco Viejo es pasear por calles empedradas de proyectos frustrados, de planes que han acabado cogiendo polvo en lo más hondo de un cajón, de buenas ideas que se dieron de bruces con la obstinación burocrática. De los 18 palacios que se levantan en la almendra, media docena languidecen, en un estado de conservación más que cuestionable. En la casona de los Álava-Velasco se quiso instalar un hotel de altos sueños que nunca llegó a poner la sábana bajera: el colchón de la protección urbanística y la imposibilidad de obtener licencias para su reforma era tamaño 'king size'.
El fabuloso Escoriaza-Esquível, con su formidable claustro y su portada plateresca, estaba llamado a acoger el Gasteiz Antzokia hasta que alguien encontró por allí un depósito de gasoil. Como en un juego de Lego, se le buscó recambio: el proyecto saltó al Palacio Ruiz de Vergara, donde, a su vez, la Diputación planeó en su día buscarle cobijo al extinto ente de recuperación de los cascos históricos de la provincia, Arabarri. Aquello quedó en agua de borrajas, como los planes para darle vida al palacio Maturana-Verástegui convertido en el centro de investigación del patrimonio, Zain. Iba a ser otra dependencia institucional, igual que Villa Suso, donde se decide la política cultural municipal.
Por el resto de la ciudad, buena parte de los edificios de relumbrón o están ocupados por sedes y organismos de todo pelaje como La Azucarera (SPRI) o se caen a pedazos –el caso más sangrante es el de la casa de los Alfaro, sin noticias de aquel hotel boutique del que se habló– o, a falta de un uso mejor, se planea alojar a la local en la fastuosa casona de Zulueta, que lo mismo sirve como museo que como comisaría.
Con todo, para el director técnico de la Fundación Catedral de Santa María, Leandro Cámara, uno de los mayores expertos en patrimonio de la ciudad, el uso administrativo de un edificio histórico «no tiene por qué ser negativo». «Yo diría que lo importante, lo más básico es respetar los valores del edificio, sus características históricas y, a partir de ahí, decidir a qué se va a destinar», abunda. Y, sobre todo, tener muy claro que «un edificio sin uso se muere», evidencia el experto.
Ahora bien, el hecho de que estas joyas arquitectónicas acaben sirviendo de acomodo para la burocracia no debería suponer, en ningún caso, que acaben cerradas a cal y canto para el vulgo. «Es preciso que estos inmuebles puedan ser disfrutados por la población, aunque esto no quiere decir que todos estos edificios se tengan que convertir en museos, las formas de que puedan ser disfrutados por la ciudadanía son muy variadas, desde jornadas de puertas abiertas a visitas guiadas», destaca el experto, convencido de que el uso de estos edificios redunda en un beneficio, sobre todo, económico para la ciudad. «Rehabilitar siempre es más sostenible que construir nuevos equipamientos». Parece lógico. Pero, ¿qué ocurre cuando se requieren enormes presupuestos para reformar un edificio? «Entonces, toca soltar lastre», resuelve el vocal del Colegio de Arquitectos Vasco Navarro, Ekain Jiménez Valencia.
El arquitecto está convencido de que la colaboración público-privada debe ser fundamental para sacar del ostracismo al patrimonio edificado de la ciudad. El histórico pero también el contemporáneo. La experiencia dice que la fórmula no termina de cuajar. En la gasolinera Goya el proyecto de Mercedes acabó estrellándose sin haber llegado a meter primera. Y justo al lado de las vías del tren, al final de la calle Fueros, ese edificio que hoy está cubierto de pintadas y que acoge los locales del Servicio municipal de Familia se iba a destinar al que, en su día, fue designado como el bar más 'chic' de Vitoria. Sus promotores abandonaron la idea tras naufragar en las procelosas aguas urbanísticas.
la clave
¿Ycómo puede la modificación del Plan General de Ordenación Urbana ayudar a dar vida a todo este patrimonio carcomido por la desidia? «Hay dos cuestiones fundamentales –responde Jiménez Valencia–, por una se encuentra la limitación de usos, que hace que muchas actividades no sean compatibles con estos edificios y otra es las grandes restricciones que impone el catálogo de protección, que hay que revisar».
Las pertinentes modificaciones harían posible que, por qué no, algún empresario rumboso se imagine un club de diseño en alguno de los palacios parecido al Gattopardo de Milán, que celebra las mejores fiestas de la ciudad en una antigua iglesia. O hacer de Goya nuestra versión con olor a fuel de Matadero Madrid. «Lo importante es escuchar al edificio, ver qué puede acoger y no al revés», apunta el arquitecto.
De sacrosanta iglesia a discoteca pija. Il Gattopardo se ubica en un templo, desacralizado en los años 70 y propiedad de la región de Lombardía. Fue vendido a un promotor que la convirtió en uno de los locales más exclusivos de la ciudad.
La Stichting Stadsherstel Hoorn es una fundación público-privada que se encarga de comprar edificios ruinosos en el municipio holandés para restaurarlos y darles un uso.
Tras su clausura en 1996 como matadero, se sucedieron distintas propuestas para su reconversión. Tras varios proyectos fallidos, en 2005 se transformó en complejo cultural.
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