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Con buen ánimo, la valentía inquebrantable y el honor intacto, quince abueletes de las Hermanitas de los Pobres, cuando la residencia cuidaba de ellos en portal de Villarreal, se vistieron de caqui dispuestos a seguir dando guerra pese a los años. Hiciéronse llamar, ... con evidente sorna, 'El batallón de la tos' y posaron para la cámara el 5 de junio de 1968. Octogenarios y nonagenarios ya, los soldados de tan singular tropa habían nacido antes incluso de que se desatara la I Guerra Mundial, supieron de la II y seguramente sufrieron la Guerra Civil. Pero esta vez la cosa iba de broma. Parodiaron maniobras en el jardín del geriátrico con fusiles de madera tallados por uno de ellos y desfilaron, eso sí, con paso marcial por los pasillos para honrar a sor Guadalupe en su cumpleaños. En 'Mi Casa', como se le conocía al convento, hubo dianas, misa, orfeón, entretenimiento, comida especial y tómbola.
El ganadero de Aspuru Cecilio Zumalde se presentó con una ternera de dos años y cuatro meses y 640 kilos en el viejo matadero de portal del Villarreal el 9 de junio de 1968. Ante el asombro general y tras su sacrificio, se quedó en 431 kilos de carne para consumo.
Entre los años 50 y 60, el proceso de industrialización se fue asentando en Álava, en particular en su capital, hasta entonces básicamente gremial y agrícola. Favorecidas por enormes extensiones de terreno municipal, las comunicaciones con la meseta, el agua de los embalses y una fiscalidad amable, decenas de empresas, muchas con capital guipuzcoano, encontraron aquí su sitio -al principio en el polígono Gamarra-Betoño- para crecer. También aumentó la población, la llegada de inmigrantes y de alguna manera la prosperidad de todos. El ministerio de Industria reconoció el emprendimiento de los empresarios locales con la visita que su titular, Gregorio López-Bravo, cursó a Vitoria el 11 de diciembre de 1962 -en la foto, el encuentro en la Delegación Provincial de Sindicatos, en Cercas Bajas-. El político les agradeció el esfuerzo y ellos le cuestionaron por la Formación Profesional, los créditos, el pago de aranceles y los salarios. Ajuria, Aranzábal, Forjas Alavesas, BH, Heraclio Fournier, Imosa, Sierras Alavesas, Inauto, Bicicletas Iriondo, Talleres de Amurrio, Terrot, Zayer... fueron algunas de las veinte firmas asistentes.
Los escolares de los pueblos de Álava disfrutaron durante años de la 'Biblioteca viajera', un servicio de préstamo de libros de la Diputación y la Inspección de Enseñanza Primaria estrenado el 10 de mayo de 1962. Las escuelas rurales tenían a su disposición 701 ejemplares (atlas, enciclopedias, libros...) para su consulta, estudio o lectura.
Andaban los de la sección de espeleología de la Excursionista Manuel Iradier, 'la Semi', por el Gorbea cuando a la hora del almuerzo a Josemari López de Elorriaga, 'Coppy', se le ocurrió una idea que causó extrañeza antes de resultar genial. ¿Por qué no bailar la ezpatadantza de 'Amaya', de Guridi, en Mairuelegorreta? Así, de la nada, como nacen las historias brillantes, surgió y se celebró el I Festival Vasco -Euskal Jaia tras la muerte de Franco- en las entrañas de la mítica cueva alavesa. Aquel domingo 21 de julio de 1963 se iluminó la gruta de manera rudimentaria para recibir a unos pocos cientos de atrevidos y se alumbró de paso un encuentro folclórico y euskaldún en tiempos de dictadura. Tres años después ya eran miles los que abarrotaban ese teatro de ensueño, misterio y sombras bajo tierra que es 'la plaza de toros' de 'Mairu' para cantar el 'Agur Jaunak' y 'En el monte Gorbea' y vibrar con 'la caza del oso'. Y con permiso gubernativo, claro, aunque la Guardia Civil, retratada en la boca de la cueva en 1967, no perdía detalle de lo que allí dentro acontecía. Se suspendió hasta 1971. Con el tiempo la fiesta abrazó también las reivindicaciones sociales y políticas y hoy, 58 años después, son los vecinos de Zigoitia los que mantienen viva la tradición.
Las cabinas telefónicas llegaron a Vitoria en 1967. El 9 de diciembre se realizó la primera llamada desde la ubicada en la plaza de la Virgen Blanca. La realizó el alcalde Manuel María Lejarreta al gobernador civil. Se montaron veintitrés y aceptaban chapas, no monedas, que garantizaban tres minutos de conversación y se vendían en estancos y quioscos.
La demolición de la plaza de abastos dejó en pleno centro de Vitoria un solar que pedía a gritos una acertada intervención urbanística. El 21 de julio de 1976, las Juntas Generales de Álava aprobaron elevar un monumento en desagravio por el centenario de la Ley Abolitoria de Fueros de 1876. El Ayuntamiento recogió el guante y se lo encargó al escultor Eduardo Chillida, quien a su vez amplió el proyecto y convenció a la ciudad y al arquitecto Luis Peña Ganchegui de construir en realidad una plaza de aire rural integrada en la trama urbana, la plaza de los Fueros. Empezó la obra y con ella la polémica, la desaprobación de muchos. Chillida quiso que su monumento, una pieza de acero de cuatro toneladas, estuviera dentro de una muralla, por debajo del nivel de la calle, como símbolo de «la defensa de nuestra identidad, de nuestros fueros...». Se abrió al público el 4 de agosto de 1980, pero la caída de un niño al foso devolvió la controversia. El Consistorio, que cubrió con tarima el conjunto -a vista de pájaro dibuja la silueta de Álava-, elevó su altura para evitar percances y más tarde enjauló la obra, mantuvo con el artista una larga disputa. Tras su muerte, sus hijos y Vitoria acordaron facilitar el acceso a la figura y retirar la verja que la cerraba. Aun y todo sigue siendo un rincón semioculto.
El alcalde José Ángel Cuerda salió a la palestra después de la toma simbólica de un urbano por una representación de parados de Vitoria en marzo de 1980. Desveló que el Ayuntamiento preveía para el año en curso más de un millón de viajeros gratis, entre desempleados y jubilados, en las diversas líneas de Tuvisa.
Con la entrega de las llaves a sus propietarios de las primeras 237 viviendas de la Zona Residencial de Abechuco, el 1 de mayo de 1959 se puso en marcha una curiosa transformación social al otro lado del río Zadorra, frontera natural entre la ciudad y su aldea del norte. Aquella mañana de faustos, con todas las autoridades de visita entre sus casitas de una o dos plantas con huerto en las traseras y sus callejuelas estrechas y sin coches, el pueblo, el Abechuco viejo, dejó de serlo para erigirse en un barrio a cuatro kilómetros del centro de la capital, sin nada por el camino, excepto el cementerio. Se alzó un distrito obrero, inmigrante y humilde, vecino del acuartelamiento de Araca, que con el paso de los años pero sobre todo gracias a sus gentes, con sus anhelos, inquietudes y brega corporativa, se consolidó como un lugar con identidad propia donde vivir. Tan es así que, valiéndose de su cooperativa de consumo, escuela, dispensario, iglesia, las monjas de María Inmaculada y unas cuantas tiendas, hasta podía prescindir de subirse al urbano para ir a la ciudad, que le quedaba a desmano. Hasta esa popular barriada con calles abiertas en canal y casas a medio hacer en 1958, sube hoy el tranvía desde el corazón mismo de una capital que le queda a igual distancia que hace 63 años.
Con arreglo al padrón rectificado a 31 de diciembre de 1957, Vitoria, entre la capital y su término municipal, contaba con 61.647 habitantes. De estos, 31.689 eran mujeres y 29.958 hombres. Respecto al año anterior había crecido en 2.448 vecinos. Entre las décadas de los 50 y 60, por efecto de la industrialización, la ciudad pegó un estirón poblacional.
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