Macondista
Miércoles, 19 de mayo 2021, 19:04
El día de mi redención había llegado. Allí, tendido bocarriba, esperando en mi estuche de madera, ataúd donde en cuestión de minutos Colombia enterraría su guerra para siempre, las tinieblas del auditorio y el frío bogotano que me arropan evocan las noches diáfanas en las que los ruidos de la manigua arrullaban a mi antiguo portador. Disimulo mi nerviosismo con tragos de tinta y nuevamente me asalta el pensamiento oxidado de no estar preparado para esto, porque cuando te fabrican para matar, como a mí, es difícil imaginarte haciendo algo distinto, tan distinto como esto, que es justamente todo lo contrario. Y, de repente, los aplausos terminan. Empieza la función.
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El primer turno es para el hombre de la barba. Me levanta con una fuerte delicadeza por los aires y durante unas fracciones de segundo mi calibre 50 se suspende ingrávido en las alturas mientras enseña mi tatuaje con orgullo ante la mirada escrutadora del mundo entero. Sin tiempo para sentir el peso de sus miles de pupilas, empiezo mi descenso meteórico hacia el papel. Su mano callosa me agarra con firmeza, firmeza con la que en antaño empuñó su rifle cargado con mis hermanos para abrirse camino a tiros por la espesura de la selva. Tres dedos arrugados y rollizos aprisionan mi cabeza contra la última página de aquel libro histórico, mitad biblia mitad contrato. Este es mi momento, vamos allá.
Lo que sigue es una sensación tan extraña y desconocida para mí como lo que vine a hacer a este lugar. De las profundidades de mis entrañas metálicas siento brotar un líquido frío, oscuro y petrolífero que me recorre la espalda en su implacable camino ascendente hacia la inmortalidad. Mi punta se desliza sobre la hoja con gracia de bailarina justo antes de la primera gran curva a la derecha, luego una vertiginosa caída que se frena con un ligero rizo, respiro, un corto rasguño vertical seguido de una ligera presión para coronar un punto, respiro otra vez, tres montañas eternas y termino con una pequeña circunferencia sobre mi propio eje. Tras bajarme de aquella montaña rusa, y mientras me devuelven a mis aposentos, veo lo que pone: Timo.
Ahora viene el otro hombre, el zurdo (y entonces sonrío con la sutil ironía de que el gobierno firme con la mano izquierda y los rebeldes con la derecha), de pulso más nervioso y acelerado. Su rúbrica parece un electrocardiograma de convulsionadas subidas y bajadas, tal cual como la realidad de este país. Al final estoy exhausto pero eufórico a la vez y, aunque muy diferente al subidón tras el fogonazo de la pólvora al que estuve acostumbrado, esto fue incluso más emocionante.
La ovación estalla con su abrazo mutuo. Mi labor aquí ha terminado. Su guerra fue mi guerra también, pues en mi vida pasada alguien me disparó y contra alguien impacté, pero me rescataron del inframundo balístico para tener una segunda oportunidad sobre la Tierra y, por ello, su paz es también mi paz.
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