Francisco Góngora
Sábado, 10 de diciembre 2016, 21:39
Para unos puede ser la alegría del año, pero a los pocos grandes aficionados a los toros que quedan en Vitoria, esos capaces de recorrer medio mundo por ver un quite por gaoneras de José Tomás, esa incertidumbre de que estamos en el prólogo ... del fin de la tauromaquia al quedar a punto de suspenderse el concurso de la Feria de La Blanca les provoca dolor. «Mucha pena», asegura Ramón Garín, empresario, exconcejal vitoriano y responsable de Vitauri, la asociación de aficionados que organizó los mejores carteles de las ferias de la última década, aunque a cambio de una gestión económica muy deficitaria e inasumible por el Ayuntamiento en tiempos de crisis.
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El 7 de agosto de 2016, la última corrida de la feria terminó con un adiós de areneros, mulilleros y de algún blusa. Todo el mundo entendió que era una despedida definitiva, una premonición de lo que puede suceder si no se corrige a tiempo con la meta puesta en agosto de 2017. Recuerden. El toro, de nombre Lisonjero, de la ganadería de Valdefresno. El torero, Ginés Marín, un novato con casta que sustituyó a Cayetano Rivera. Y en el Multiusos Iradier, apenas 2.500 aficionados. ¿Será la última vez que Vitoria haya asistido a la muerte de un morlaco?
Ramón Garín cree que sí. «Soy muy pesimista. Aquí queda muy poca afición, aunque en nuestro entorno afortunadamente es importante: Bilbao, San Sebastián, Pamplona, Logroño, incluso Santander y Burgos. O se traen carteles de grandes figuras o ya no hay nada que hacer». El empresario pide además una condición indispensable para que la feria tenga alguna posibilidad «que no descarto en un futuro porque algo con mil años de historia no puede morir». «Debe cambiar el signo político del Ayuntamiento», dice.
«Un hilo de esperanza»
A José Miguel Corres, portavoz de la Plataforma Vitoria Protaurina, que reúne al famélico batallón de buenos aficionados y a las peñas en retirada, le cuesta pensar que no habrá corridas en Vitoria. «Hay un hilo de esperanza porque siempre hay empresarios dispuestos y la cosa se puede reconducir». Se aferra a los lugares donde se ha recuperado con una nueva gestión, como Santander o San Sebastián.
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Además de los relieves taurinos en un pilar de la catedral de Santa María (siglo XIII), existe un fragmento de cerámica en Iruña Veleia en el que se ve un toro plantado tras haber volteado a un hombre. La tauromaquia -la antigua y la moderna- lleva pues más de 2.000 años de presencia en Álava, aunque es con la creación de Vitoria cuando empieza a formar parte de la tradición al incluirse en todas las celebraciones algún espectáculo taurino. Los lugares que hacen de cosos son varios a lo largo de los siglos, incluidas las calles gremiales para los encierros populares. La plaza de España de Olaguíbel fue concebida también para celebrar corridas (1781). En 1852 se inauguró una plaza dedicada sólo a toros junto al Resbaladero que duró hasta 1879. Tuvo 8.500 localidades pero se quedó pequeña y un año después se abría la anterior, de Pantaleón Iradier, con capacidad para 11.000 espectadores. Cabía la mitad de la población.
Hasta el comienzo de la Guerra Civil en 1936 los festejos taurinos vertebraban las fiestas. Fue usada de campo de concentración unos meses y en 1941 la plaza fue remodelada ante su deterioro. Fue otra época de esplendor con Manolete, que estuvo en la reinauguración, como gran figura. En ese momento se reguló la participación de los blusas, siempre ligados al paseíllo a la plaza. En 1945 se organizó la primera becerrada. Siempre se llenaba.
Según el investigador José Antonio García Díez, de Álava y Vitoria salieron más de 60 figuras del toreo desde el siglo XVIII. En las décadas de los 40, 50 y 60, entre abril y septiembre, se organizaban festejos en la plaza todas las semanas. José Miguel Corres recuerda que un domingo de septiembre, con el Alavés en Primera División jugando contra el Racing de Santander, coincidió a la misma hora un festejo taurino. «Los dos recintos se llenaron a tope. Era la época de El Cordobés, el primer torero en pedir un millón de pesetas para torear. Las plazas se ponían a reventar», añade Corres.
En 2006 se demolió la plaza vieja y se construyó la nueva inaugurada en 2007. Pero la decadencia ya venía de los primeros años 80.
También Luis de Verástegui, de la Peña Paco Ojeda, pone el ejemplo de la gestión de la plaza de Azpeitia, como señuelo a seguir en Vitoria, y superar «esta etapa en la que hay una mano negra y muchas zancadillas desde todos lados para que no siga la feria».
José Antonio García Díez, profesor, pintor y presidente de la Peña Joselito, prepara un libro sobre la historia de la tauromaquia en Vitoria y después de analizar infinidad de documentos y archivos de todo tipo saca una conclusión: no puede desaparecer de la noche a la mañana un patrimonio que está ligado desde el principio a la historia de la ciudad. «Hay documentos escritos de la Cofradía de Arriaga y gráficos en un capitel de la catedral vieja se ven dos escenas taurinas que confirman que desde el siglo XIII las fiestas de la incipiente villa incluían siempre una actividad de toros, a caballo, o a pie, de caballeros o populares», sostiene García Díez.
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El argumento promovido por algunos de que es una actividad extraña a Álava «se cae ante los miles de citas y documentos históricos que certifican una presencia continuada de ocho siglos y no sólo para diversión de las élites sino en las famosas fiestas de las vecindades del Casco Viejo. No hay Blanca sin toros, no se entienden», insiste el investigador.
Becerradas y blusas
Pero ni el inapelable peso de la Historia o el documentado arraigo tradicional parecen ser hoy razones de envergadura para que el arte taurino continúe. Hay muchas razones por las que se ha llegado a esta situación. Cada aficionado apunta alguna y coinciden en otras. Llama la atención la del historiador. García Díez cree que a mediados de los 70 cuando el Ayuntamiento empieza a subvencionar a los blusas y estos se dividen en dos facciones, su presencia se resiente en la plaza. «Es que las becerradas iban íntegramente para que las cuadrillas no tuvieran que pedir dinero. Eran muy rentables. Eso y la politización de los blusas inició el camino de su alejamiento de la feria, que carecía del elemento que la había sostenido en los mejores años», afirma García Díez.
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En esa búsqueda del punto de inflexión, José Miguel Corres ahonda en esa misma época, aunque él lo sitúa en un extraño suceso en el que murieron seis toros de Pablo Romero por culpa de unos desconocidos. «En ese momento, la fiesta sufrió el embate de la política. Se decía que era española», recuerda.
Carlos Aguinaco, actual presidente de la plaza por nombramiento del Gobierno vasco, y profesor, culpa a la crisis económica como factor multiplicador, a pesar de los buenos años de la etapa de Vitauri. Las últimas ferias no alcanzaban el tercio de la plaza.
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Pero en lo que todos coinciden es en que «nadie que entra en un espectáculo al que vas a divertirte quiere que le llamen asesino y torturador. Mi hijo me decía: Pero papá, qué hemos hecho para que griten así. No tienes manera de explicarle eso y nadie entiende que es una fiesta más nuestra que de nadie», explica Luis de Verástegui.
«El animalismo es un movimiento que nos ha rebasado. Hay una criminalización social», añade Carlos Aguinaco. Desaparecen los bares de toros y las tertulias, no hay lugares donde ver una corrida en la televisión, cuesta hablar en público de la afición y los jóvenes han abandonado la tauromaquia. Lo que antes era mayoritario, ahora se transforma en minoritario. «La ultraprotección de los animales es algo ridículo. No se puede poner a un perro por encima de una persona», agrega Ramón Garín.
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«A los toros no se llega solo. Siempre hay alguien que te lleva de la mano y a medida que conoces ese mundo lo amas. Hay un gran desconocimiento de cómo son las coss. El toro es un animal anacrónico fascinante. Si se acaban las corridas, adiós a la especie y a su hábitat», explica Aguinaco.
Verástegui se rebela. «También el teatro o la pelota son deficitarios. Y la gente no va. Pero siguen teniendo apoyo y nadie se mete con ellos».
Y finalmente, una autocrítica. «Es te mundo es arcaico. Nadie ha pensado en el futuro. Sólo miramos lo bueno que fue. ¿Y mañana?», se pregunta García Díez.
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