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Francisco Góngora
Martes, 10 de noviembre 2015, 01:54
Esta curiosidad la encontró el historiador Patxi Viana en la Gaceta de Madrid del 2 de abril de 1804, cuando aún no había un periódico local en Vitoria como tal. Hubo que esperar 10 años. Se trata de la hazaña de María Catalina de Irazuegui, nacida el 1 de marzo de 1717 en la anteiglesia de Echagüen (hoy Etxaguen), del valle de Aramayona (hoy Aramaio).
La noticia cuenta que esta mujer cuando tenía 81 años y por algunas circunstancias tuvo que dar de mamar a su nieto durante algún tiempo. Sorprende la edad de la mujer y en estos tiempos el hecho de que se amamante a un bebé sin ser su madre. Lo primero puede ser cuestionado porque no tenemos los documentos que lo acreditan y simplemente es un suelto en un periódico de Madrid. Sin embargo, tiene mucha verosimilitud porque se dan nombres concretos. Pero lo segundo no debe extrañar. La nodriza, ama de cría o ama de leche ha formado parte de las sociedades humanas desde siempre.
El ama de leche ejercía su papel cuando el bebé no podía recibir la leche materna, lo que podía ocurrir por mil causas. La madre podía ausentarse, simplemente, o no tenía suficiente leche propia, o había otros problemas. El horario de trabajo de la mujer, por ejemplo, o la extendida creencia, también actualmente, de que las relaciones sexuales reanudadas contaminaban la leche materna...
Madres de leche 'profesionales'
Los poderosos siempre han utilizado ese recurso, y existe constancia desde la antigua Mesopotamia. De hecho, el oficio tenía en la Roma imperial cierto prestigio y buena remuneración. Nada que ver, por usar otro ejemplo de élites, con el uso de las esclavas negras en las colonias americanas hasta el XIX. Son conocidas las nodrizas del Valle del Pas (Cantabria) que amamantaron a los príncipes españoles. Algunas tuvieron una gran fama. Llegó a ser una profesión y muchas se ofertaban al público utilizando trucos para mantener su capacidad productora. La leche en polvo acabó con esta práctica ancestral.
Las clases populares recurrían al apoyo entre mujeres de la familia o, incluso, de la vecindad, compensada con otros favores, alimentos o trabajo.
Es el caso que nos ocupa. «María Catalina se casó con Agustín de Zavala, con quien tuvo varios hijos. Uno de ellos se llamaba Francisco, que se casó con Tomasa de Aispe. Vivían en Aréjola , otra anteiglesia de Aramaio. Cuando María Catalina se quedó viuda, a la edad de 67 años, se fue a vivir con su hijo y su nuera a Aréjola. En 1798, cuando la abuela tenía ya 81 años, su nuera dio a luz una niña que se bautizó el 14 de mayo de 1798 con el nombre de Gregoria Bonifacia. El alimento era escaso, cuenta el cronista, y mucho el trabajo. La criatura padecía hambres que la obligaban a llorar. Un día que la madre se ocupaba de las labores de una heredad arrendada dejó a la niña al cuidado de María Catalina. Esta, compadecida de los lloros de la nieta por no haber en la vecindad mujer que le diese leche, la aplicó a sus pechos que fueron agarrados de tan buena gana por el hambre que padecía, que sin duda sacó alguna substancia, pues aplacó sus lágrimas».
Continúa el diario: «Al siguiente día hicieron la misma operación la abuela y nieta y a poco que continuaron se halló la vieja (sic) con tanta leche en sus pechos como si fuera una moza de 25 años. De forma que crió a la niña por el dilatado espacio de 4 años. Y en el día viven la abuela y nieta llenas de miseria y pobreza».
El periodista de la Gaceta de Madrid culmina así la noticia: «Cumplidos los citados años de lactancia hubo mucha repugnancia de parte de la nieta para apartarse de la abuela, la que aún se hallaba con tanta abundancia de leche que para evitar los dolores de la opresión fue preciso se aplicase los medicamentos que dictó el cirujano estando a la sazón en la edad de 85 años».
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