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Francisco Góngora
Martes, 26 de mayo 2015, 00:11
La exposición sobre los Miñones que se exhibe en la plaza de la Provincia estos días mediante paneles ha sacado del baúl de la historia un acontecimiento terrible que tuvo lugar en Heredia, un pueblo de la Llanada a 25 kilómetros de Vitoria, en 1835. Se trata del fusilamiento de 118 celadores por tropas carlistas que produjo un gran impacto en la opinión pública de entonces incluso a nivel internacional. Uno de esos paneles de la exposición rememora este asesinato en masa, uno de los más dramáticos de la historia alavesa moderna.
Según cuenta el historiador Gorka Martínez ,entre 1814 y 1833 la inestabilidad sociopolítica vino marcada por la lucha entre absolutistas y liberales. La inseguridad en el medio rural era una realidad a la que los Miñones, denominados así tras su reinstauración en 1814, apenas podían hacer frente. Además, sus funciones habían aumentado al hacerse cargo del cobro de las contribuciones atrasadas de las Hermandades. Los constantes apuros económicos provinciales llevaron a reducir, en diversas ocasiones, el número de efectivos. Durante el Trienio Liberal (1820-1823) se produjo la instauración de la Milicia Nacional. Este cuerpo armado liberal desempeñó las mismas funciones que los Miñones, además de encargarse de la erradicación de las partidas realistas que había en la provincia. Tras una nueva disolución en 1822, el cuerpo de Miñones fue reinstaurado aquel mismo año con el nombre de 'Miñones Cazadores'. Durante la Década Ominosa (1823-1833), el cuerpo de Celadores Alaveses, nueva denominación desde 1823, añadió, a sus tradicionales funciones, una labor de represión contra los liberales.
En aquel momento, Álava está dividida en dos, como muchas partes del País Vasco y de España. Y la guerra, especialmente, durante sus primeros estadios, es muy cruel. Ambos bandos acabaron enfrascados en una espiral de acción-represión-acción que recordaba los horrores de la Guerra de la Independencia y un comportamiento habitual en todos los conflictos.
La noche del 15 de marzo de 1834 tras el fallido asalto carlista a Vitoria varios prisioneros de las tropas de Zumalacárregui fueron pasados por las armas. Concretamente, tres oficiales. Entre ellos, el capitán Retana y dos oficiales, que habían sido apresados por el miliciano durbano Benito de Urrutia. Habían ocupado algunas casas de la calle Herrería, pero no pudieron salir.
Durante el ataque había enviado un escuadrón de caballería y dos compañías de infantería a Gamarra Mayor donde se había atrincherado un destacamento liberal de Celadores de Álava Miñones que tuvo 50 muertos tras ofrecer una gran resistencia. Finalmente, cogen prisioneros a 120 de estos voluntarios que los carlistas llaman francos peseteros.
Los fusilamientos
Los celadores tienen la promesa de que se respetará sus vidas e inician una marcha hacia Heredia. Al enterarse Zumalacárregui (que se retiraba hacia Navarra) de esta circunstancia, ordenó que fuesen puestos en capilla y fusilados al día siguiente. El comandante alavés Bruno de Villarreal trató vanamente de exponer al jefe carlista «las tristes consecuencias que ocasionaría tan terrible orden». El caudillo carlista, sin embargo, se mostró inflexible. Aún consiguió Villarreal, a espaldas de Zumalacárregui, que dos de los celadores presos, conocidos suyos, fuesen ocultados y salvasen la vida, pero con los restantes se ejecutó la orden. El general carlista José Ignacio de Uranga anotó, escueto como siempre, en su diario: «Día 17. Permanecimos en Heredia donde se fusilaron 118 peseteros». El brazo ejecutor fue el jefe de brigada Juan Aretio.
Zumalacárregui recibió numerosas críticas por esta crueldad innecesaria, que no fue la única en su carrera pero los liberales actuaban igual o parecido. De hecho, el fusilamiento de los oficiales era el cumplimiento de un decreto del general Quesada. Tan bárbaro como Zumalacárregui, aunque la desproporción en número es brutal. Un pacto denominado Convenio lord Elliot acabó con estas prácticas de terror.
Opiniones y motivos
El historiador Antonio Pirala escribe: «El inmolarlos (a los celadores) fue un acto de inhumana crueldad, la horrible satisfacción de una venganza a la que no se entrega el que quiere aparecer como un héroe, como un genio. Dejó de ser héroe para ser hombre; desoyó la razón para oír las pasiones y arrojó sobre su frente una mancha de sangre que empañaba el brillo de su gloria y que sobre todo, nada hacía necesaria».
John Francis Bacon, cónsul británico de Bilbao, describe de este modo los motivos que impulsaron a Zumalacárregui a ordenar los fusilamientos de Heredia: «Fue guiado sin duda a determinación tan atroz por miras políticas; opinó le era necesario preservar a los suyos, difundiendo el terror en sus contrarios; porque es incuestionable que en las guerras civiles y revoluciones, alcanzan mayor respeto y atenciones aquellos que se deciden por medidas sanguinarias».
En su carrera al mando de las tropas carlistas, Zumalacárregui continuó empleando estas tácticas de terror. Así, quemó las iglesias en las que se habían refugiado los defensores de Cenicero en La Rioja y Villafranca en Navarra. Desistió de su empleo cuando firmó al año siguiente el Convenio Lord Eliot.
Precisamente, ante tanta crueldad el exdiputado general y embajador extraordinario en Londres, Miguel Ricardo de Álava, comenzó a realizar gestiones que consiguieron el apoyo británico a los liberales y poner freno a las cotas de violencia que estaba adquiriendo el conflicto. Aquellas conversaciones se concretaron en el convenio Elliot en abril de 1835 por el que ambos bandos se comprometieron a acabar con las ejecuciones indiscriminadas y promover el canje de prisioneros.
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