Francisco Góngora
Martes, 12 de agosto 2014, 08:26
El casco viejo y esa cadena de plazas únicas que diseñó Olaguíbel para unir la zona llana con la colina forman la mejor postal de Vitoria. Es tan potente esa imagen que impactó al mismísimo Victor Hugo, que en una ocasión la industria americana del ... cine se fijó en esa arquitectura y la plasmó en un decorado para una película.
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La enorme carga política del film y su decidida apuesta por los perdedores de la Guerra Civil evitó que se viera en España. Ese largometraje no fue un gran éxito popular a pesar de que su director, el gigantesco Fred Zinnemann había dirigido nada menos que Sólo ante el peligro o De aquí a la eternidad. Su título fue 'Y llegó el día de la venganza (Behold a pale horse). Tuvo que morirse Franco para que pudiera finalmente distribuirse en nuestro país.
El film contaba la historia de uno de los grandes maquis, el anarquista Quico Sabaté y la persecución que sufría por parte de las autoridades franquistas reflejada en el guardia civil cuyo papel hacía Anthony Quinn.
Alexandre Trauner, el director artístico necesitaba rodar en una ciudad española. Pero con ese guión todas las puertas se cerraron. El régimen franquista no estaba por la labor de facilitar la propaganda al enemigo. Así que ambos personajes decidieron pasarse unos días por Vitoria para empaparse de cómo era una ciudad del Norte de España. Imaginemos la Vitoria de entonces y dos monstruos de Hollywood sacando fotos de todos los rincones seguidos de cerca por dos policías que no perdían detalle de lo que hacían. Vaya información para los periodistas locales. Pero nadie se enteró.
Ha sido un cazador de grandes historias como el editor Ernesto Santolaya quien ha querido plasmar todo el juego que puede dar este juego de espejos para una película en la que estaba Vitoria sin estar. Santolaya consiguió materiales de la preparación de la película y quiso hacer una exposición que no se llegó a celebrar. Dejó constancia magistral de todo ello en el epílogo de un libro de otro depredador como Pedro Morales: Adiós Vitoria, editada en 2010. Algunas de las cosas que cuenta y cómo lo cuenta son magistrales.
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Aparcaron el Renault Dauphine justo en la purta del hotel Frontón, donde les habían reservado habitación desde la oficina madrileña de Columbia Picture. Tras descansar unos minutos acometieron lo que al venir a Vitoria se habían propuesto, patear la ciudad Kodak en ristre.
El uno, sesentón, con gorra a cuadros, pantalón de pana y más bien bajo, hablaba francés y tenía cara de francés. Bigote cano, sonrisa pícara y un reconocible encanto de jugador de petanca y de simpático conversador con el que no dudarías en matar horas alrededor de una botella de Pernod. Era Alexandre Trauner, alguien de enorme prestigio en el cine con mayúsculas.
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El otro, también sesentón, aunque a diferencia de Trauner, un sesentón disimulado, hablaba inglés y nadie notaría que había nacido en Austria, donde vivió hasta que Hitler se la anexionó. Al gerente del hotel, con limitaciones idiomáticas, se dirigía, paciente, en un inglés lento y didáctico con acento estadounidense. Era algo más alto y más cuidadoso en el vestir que su compañero, y al bajar de la habitación tras el descanso, se advertía en él un discreto cambio de atuendo. Su aspecto atildado ocultaba tras su carácter educado, una voluntad de hierro. Esto lo sabían bien los ejecutivos de Hollywood. Era Fred Zinnemann.
¿Qué les traía a Vitoria?
Ni un solo comentario hubo en la prensa local. Dos días casi completos de esta pareja en nuestra ciudad no dejaron en las hemerotecas ninguna referencia, pese a la importancia de ambos y su repercusión mediática. Esta viista que podríamos calificar de interesante y que en cierto modo puede resultar germinal para la ciudad, no interesó siquiera a los responsables del turismo. ¡En 1925 Ernst Hemingway visitó Pamplona y ya conocemos el circo turístico que se puso en marcha.!
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Venìan a localizar exteriores. Algún exiliado político había recomendado a Trauner que contara con Vitoria, y su amigo el poeta Jacques Prevert, que nos conocía, insistió. E incluyó sin más en sus planes la posibilidad de utilizar nuestro paisaje urbano en la película que la Columbia quería que fuese el reinicio de España, tras la guerra, de sus actividades. En el reparto estarían tres grandes, Gregory Peck, Anthony Quinn y Omar Sharif. Fred Zinnemann dirigiría la película y Alex Trauner la dirección artística.
La maquinaria productiva del film, no obstante la negativa política, estaba en marcha. Para salvar el grave contratiempo de no poder filmar la parte que pretendían de España, decidieron hacerlo en decorados. Recogerían información y Trauner trabajaría para crear el mundo urbano de Vitoria en decorados parisinos. Fotografiaron cuanto pudieron, recogieron folletos, postales, adquirieron libros que al final de la jornada, en una caja de peso respetable, ya les había enviado el librero al hotel, callejearon Vitoria y se empaparon de cuanta miscelánea pudiera serles utilizable. Una labor tan minuciosa solamente se explica si lo que estaban viendo les satisfacía.
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Y vaya si les gustó. Sobre todo a Trauner, que era quien luego tenía que lidiar con la responsabilidad de construir los decorados. Cuando la película se estrenó, en una entrevista decía:
Fui a Vitoria para ver cómo vivía la gente bajo la dictadura, de qué forma estaban construidas sus calles, sus casas, cómo vestían y qué comían..En realidad lo que me interesaba era observar cómo se comportaban, porque así se conoce el carácter de la gente y puedes imaginar por qué han hecho la ciudad que tienen. Llegando así, quizás, al latido íntimo de esta, que es con lo que quieres quedarte. Entonces es cuando las piedras hablan y el trazado de una calle o las rendijas de una fachada de arenisca que se deteriora o aquel empedrado brillando bajo la lluvia o un jardín al que llega la luz apenas minutos de un día cada invierno, te ayuda a entender un pasado que a veces ni quienes lo vivieron lo entendieron. A este acto de apoderarse, como un poeta, del pasado de una ciudad y del de sus piedras no pedo dejar de verlo como un reapto, fin de la cita.
Raptó motivos, elementos constructivs, fachadas que retocó con elementos de otras, interiores fidelísimos, como el del Hospital de Santiago, que puede ser modelo de mimetismo y rigor, o su tejado, fundamental para la secuencia final, con Gregory Peck huyendo a tiros desde la Guardia Civil, que comanda Anthony Quinn. Sin que nada chirríe, mezcla detalles, cambia cornisas, alerones y artesonados de sitio. Edificios separados por dos calles Trauner los une. Aparece una esquina vagamente familiar que no está donde esperabas, sino junto a un establecimiento que mantiene su aspecto reconocible pero que.Está todo pero es otra cosa.
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El arte imaginativo, optimista y entusiasta de este artista decidió llevarse una Vitoria troceada en busca de no sé qué esencias que esperaba encontrar: calles, urbanismo, edificios, rincones y algunos establecimientos representativos, la gente, su estilo, incluso alguna publicidad del momento. Todo lo recopilaba. Recrearía así con fragmentos, no la ciudad exacta, que eso no era primordial, sino una ciudad ideal para la dramaturgia de la película.
Aquellas dos jornadas en Vitoria fueron para los dos cineastas de gran ajetreo. Estuvieron en muchos sitios, hablaron con quien se les puso a tiro, generalmente en francés, idioma que por entonces chapurreaban por estas tierras.
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¿Cena en el Garmendia?
Según recoge Zinnemann en sus memorias, cenaron agradablemente en un restaurante situado en una callejuela a cien metros del hotel, atestado de gente, humo y voces en el que les encontraron rápido acomodo por deferencia del mesonero hacia los extranjeros, la misma que ya había advertido a lo largo del día por parte de cuantos habían abordado. Un trato abiertamente hospitalario. Quizás fuera el Garmendia, en la calle Arca. Un restaurante por cierto en el que ya había dejado su huella el mismísimo Ernst Hemingway.
El ambiente en el interior, bullicioso y con pinturas y fotografías de toros y toreros, la mesa limpia y el buen guiso, aromático ya desde la calle, a Zinnemann le recordaba otras veladas en el México que él había visitado. Y a Trauner, buen cocinero y buen degustador, le animaba sobre todo el aspecto de lo que veía en las mesas mientras les conducían a las que ellos iban a ocupar.
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Para los dos, Sandor eligió entre otras cosas un plato que les entusiasmó y que el vienés-americano en su autobiografía, sin poder decir su nombre, describía a su modo y denominaba a su salsa como gelatina celestial, por lo que bien pudiera estar refiriéndose a las cocochas.
Antes de salir del hotel el gerente les había contado con orgullo escasamente justificado que en abril de 1937 se habían hospedado en sus mismas habitaciones los oficiales alemanes de la Legión Cóndor, que madrugaron para bombardear Gernika.
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Aún tuvieron tiempo de ir a una velada de frontón y al cine, concretamente, al Samaniego.
Ernesto Santolaya acaba su epílogo con una amarga queja. De este viaje, un segundo no más en la vida de una ciudad, quiso hacer una exposición quien esto firma. Las instituciones ni por separado ni juntas quisieron saber nada del asunto. Nadie dio la menor oportunidad ni al tema ni a la investigación llevada a cabo ni a la cantidad y calidad del material pictórico y fotográfico. Es más, diría que en la entidad a la que me dirigí, el ejecutivo que me debía escuchar me dio casi literalmente con la puerta en las narices. Era uno de esos mandamases locales que abundan en puestos clave de esta ciudad. Son como un castigo.
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