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Atila era un hombre de cuadro de Arteta.
Atila nació en Algorta
BILBAINOS CON DIPTONGO

Atila nació en Algorta

No hay rincón de la costa que no tenga su John Silver el largo, su Haddok enfurruñado o su Ahab aguardando ballena. Nosotros tuvimos al nuestro

JON URIARTE

Lunes, 16 de mayo 2011, 15:38

Sagasti era su apellido. Pero para todos, familia incluida, era Atila. Seudónimo ganado a base de astucia y habilidad. Allá por donde pasaba, no quedaba un bocado marino. Fueran txipis, nécoras, fanecas o lubinas. Asuntos éstos, más interesantes que la hierba amedrentada al paso del Rey de los Hunos. Así era nuestro Atila. Javier Sagasti. Nacido en Cuatro Caminos y versión getxotarra del Manuel de 'Capitanes intrépidos'. Trabajador de la cooperativa del ferrocarril, junto a la estación de Las Arenas, representante de embutidos y cómplice de hijos y sobrinos en aventuras taberneras. Pero, sobre todo, pescador y reparador de botes en horas libres y en el alma. Hasta que se fue sin avisar. Algunos no pudimos despedirle. Será porque los vascos no sabemos. De hecho, agur no significa adiós. Viene a ser un saludo. Tanto para quien va como para quien viene. O puede que todo sea más sencillo. Que no nos gustan las despedidas.

Atila era un hombre de cuadro de Arteta. Pantalón arrantzale, camisa blanca y txapela 'medio lau'. Y, puesto a ser clásico, de nariz autónoma. Una de esas que llegan antes que el propietario a todas partes. El apéndice le daba un perfil tan típico que era atípico. Dice mi madre que sólo conozco a tasqueros. Y va a tener razón. Siempre me resultaron gente interesante. No en vano, son los escribas de la verdad. De la Historia que pasa y no se cuenta. Somos un pueblo de tradición oral y la taberna es tan digno púlpito como cualquier otro. Por eso las charlas con Atila eran obligadas. La bendición previa al peregrinar por un puerto surrealista. Un oasis entre la oligarquía y el mundo obrero. A un lado el mar, al otro la playa y en frente, barcos, chimeneas y grúas. «¡Han abierto la ventana los gallegos!», decía Atila, cada vez que soplaba del oeste. Era su forma de saludar. El clima antes que el hola. Y todo, con la habilidad del pescador de anzuelo. Un vaso podía acabar en las alturas o en los rincones más insospechados. Pero él se las sabía todas. Sobre todo, de peces de dos patas nadando entre escaleras imposibles.

Quien haya pasado por el puerto viejo de Algorta lo recordará a un balde pegado. A su paso, nos asomábamos al plástico con asa de metal para descubrir las joyas marinas camino de la cocina. Legendarias, sus adictivas rabas. Las cortaba con mimo, en el Portu Zaharra primero y en el Txomin después. Tan grandiosas casi como las conversaciones que mantenía con su pequeño gran cuñado Markitos. Apasionantes debates, vestidos de falso enfado y abiertos a la clientela. Ni Punset en sus entrevistas. Recuerdo sus frases lapidarias. Unas rotundas y otras dejándote a medias, atrapado en el suspense, con la cerveza en la mano y viéndole marchar.

Mañana es 17 de mayo. Y se cumplirán cuatro años de aquella tarde. Cuando Sagasti le dijo a su sobrino Marcos 'te dejo una caja de rabas y después de comer vuelvo a prepararlas'. Ahí se quedaron. Esperando ser cortadas. Si repasa las efemérides sólo leerá sobre gente de postín. Pues servidor se rebela y habla de Atila. Porque sí y por justicia. Por todos los 'atilas' de nuestra tierra, que son o han sido. No hay rincón de la costa que no tenga su John Silver el largo, su Haddok enfurruñado o su Ahab aguardando ballena. Nosotros tuvimos al nuestro. Por nao, un puerto precipitado sobre una ladera. Por tripulación, generaciones de uno y otro lado de la ría. Y por bandera, un trapo de barra lleno de orgullo. Fue Atila testigo de piras vespertinas, de galernas en el cielo y en el alma y de oscuros nubarrones laborales. El perfecto anfitrión para las fiestas estivales o las tontas tardes invernales. Puede que se fuera sin decir adiós porque, en realidad, nunca se fue. Cada vez que sopla del oeste escucho su voz: «¡Ya han abierto los gallegos la ventana!». Pues que nunca la cierren. Porque, con la tormenta, nos trae momentos felices en un viejo puerto de mar.

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