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MARTÍN OLMOS
Lunes, 6 de diciembre 2010, 17:08
Los niños exhiben con su inconsciente atrevimiento una sinceridad descarnada que sus papás celebran con regocijo y al prójimo que la sufre le sienta como una coz en el vientre y se ríen de los cojos y de los calvos, de los más feos que Picio y de las señoras gordas. A los niños hay que podarles las ocurrencias desde meones y no aplaudirles el chiste para que comprendan que la franqueza sin tamiz no es una virtud cristiana, por mucho que lo parezca, y que la educación y las mentiras, piadosas o no, se inventaron para algo. La hija de un labriego de Alegría, a trece kilómetros de Vitoria, decía al paisanaje que su padre había contratado de gañán para la tarea de la huerta al tío más feo del mundo. El hombre se llamaba Juan Díaz de Garayo y Ruiz de Argandoña, había nacido en 1821 cerca del dolmen de las brujas de Eguílaz y era horrible hasta para el circo de la mujer barbuda, alto como un campanario, bracilargo, ojijunto y con la cabeza tan difícil que había que hacerle la boina con ángulos rectos y aún así no le calzaba porque tenía hundido el occipital y un bulto en el parietal derecho. De remate era analfabeto, mordía con la irregularidad de los que han ido perdiendo el nácar y olía mal.
El alguacil del Ayuntamiento de Vitoria Pío Fernández de Pinedo andaba buscando a un feo del que sospechaba que había apuñalado a María Dolores Cortázar en las carboneras de Ordumbre, a treinta kilómetros de la ciudad por el camino de Amurrio. La muchacha lucía el relieve espontáneo, la promesa del tacto del melocotón y el rubor a punto y el feo se la encontró en la vereda, la puso en charlas de viajero, que suelen estar plagadas de mentiras, y la convidó a almorzar en la venta de El Grillo, donde ofrecían intermedio de judías a los caminantes. Al postre el feo se puso cortejón y como andaba escaso de gracias le ofreció un real de plata por yacerla en un atajo de la senda y que rindiesen ambos el viaje con el relajo cumplido; pero la muchacha fingió un novio quinto que la esperaba y se acordó de que llevaba prisa. La asimetría del par proporcionó a la parroquia del Grillo hablilla para el naipe, la moza bella y en recelo y el hombre alimañado, hecho deprisa y corriendo por un dios que se levantó con un mal día. El feo alcanzó a la chica más tarde en el camino y como no la pudo tener por la moneda la tomó por el puñal, la acuchilló quince veces y la cubrió mientras agonizaba, como un animal de la selva, sobre un lecho de acebos y ortigas. Pero el feo no tenía colmo y a la mañana siguiente, el 8 de septiembre de 1879, el cuero le volvió a pedir desahogo y se echó a la carretera para satisfacerlo con el jamonero presillado al cinto, aún pringón de sangre sin secar.
Manuela Audícana volvía de Vitoria, de poner puesto en la feria, camino de Nafarrete, tenía cincuenta años y llevaba en la cesta pan francés y atún en escabeche y envueltos en un paño de queso los duros de la ganancia. El feo la cruzó a la altura de Gamarra y le propuso lujuriar debajo de un árbol y como recibió el desaire la dejó inconsciente sofocándole con el delantal, la violó y la mató de cuatro cuchilladas. Después la abrió en canal con su machete montañero, le sacó las entrañas y un riñón y se comió el pan francés. El periódico 'El Pensamiento Alavés' empezó a llamar al asesino el Sacamantecas, aunque técnicamente no lo era, porque más bien se trataba de un violador de camino con final de cuchillo, como mucho un destripador, pero no un mercader de untos como lo fue Francisco Leona o los hermanos Carricedo, que vendían la grasa de sus víctimas como remedio para la tuberculosis o, se decía, para lubricar los cojinetes del ferrocarril. En las piedras de lavar las viejas hicieron lo suyo y sacaron cuento de que el criminal era el mismo diablo Belcebú con sus patas de chivo y el rabo.
Confesión y garrote
El alguacil Pío Fernández de Pinedo no se demoró en buscar a un demonio sino en abrir pesquisas en la venta del Grillo, de donde sacó en limpio que la joven María Dolores Cortázar había parado con un hombre alto, de boina azul y con pinta de estar más cerca de un cavernario a medio erguir que de un ser humano en condiciones de razonar. Los feos abundan, aunque descartase a los chaparros, pero oyó de uno que se llevaba el premio y que le hacía la labor a un aldeano de Alegría cuya hija pequeña le hacía el chiste de que parecía el Sacamantecas. El alguacil le identificó como Juan Díaz de Garayo, que le decían el Zurrumbón, agrario de Eguílaz con casa en Vitoria, tres veces viudo y con mancha en la ley porque había estado tres meses en la cadena por agredir a la dueña de un molino. El Zurrumbón tenía un historial de grescas con fulanas a las que solía escatimar el salario y hacía poco que había tenido que callar con veinte pesetas a una mendiga vieja a la que desordenó las enaguas. Fernández de Pinedo le echó el guante en Vitoria, cuando iba a su casa para recoger un hato de ropa, y Garayo aflojó en el repaso y dijo que el Diablo se le aparecía a los pies de su cama y por eso se echaba al camino a matar. Una vez comido y bebido, Juan Díaz de Garayo solo vivía para satisfacer sus necesidades de macho, para las que siempre tenía ganas y vigor para cumplirlas. Con su primera mujer todo fue bien porque le concedía alivio diario pero cuando murió, es de suponer que de agotamiento, no encontró pareja adecuada y el resto de sus esposas le salieron zánganas, con lo que tuvo que buscarse los jolgorios fuera de casa. Desde 1870, con cincuenta años cumplidos, empezó a acechar las veredas y asesinó a tres prostitutas -la Riojana, la Morena y la Valdegoviesa-, a una chiquilla que repartía por los portales las cantinillas de leche, a la muchacha del Grillo y a la ferianta de Nafarrete, a la que también robó media libra de atún escabechado y un panecillo francés.
De Alicante llegó el doctor José María Esquerdo, seguidor de la doctrina alienista de Philippe Pinel, para medirle las protuberancias de la cocorota y la extremada longitud de sus brazos pero un equipo de once médicos vitorianos concluyeron que Garayo era imbécil, pero no tanto como para tener la conciencia inhibida y que los asesinatos posteriores a las violaciones respondían al deseo de no dejar las lenguas desatadas. El diablo al pie de su cama no tuvo nada que ver. A Garayo le dieron garrote en el Polvorín Viejo de Vitoria el 11 de mayo de 1881. Pío Baroja se equivocó y escribió que ofició el verdugo Gregorio Mayoral, pero el trance lo ejecutó el maestro Lorenzo Huertas, que cobró 700 pesetas.
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