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ARTÍCULOS

El sueño ibérico

JUAN CARLOS VILORIA

Lunes, 6 de diciembre 2010, 03:39

N o se recuerda la última vez que España y Portugal habían acariciado un sueño en común. Un objetivo, una ilusión compartida. Siempre tan cerca y tan lejos; siempre soberbios o acomplejados al 50%. Aunque lusos e hispanos nos liberamos de la dictadura en las mismas calendas, ingresamos en Europa el mismo día y compartimos ríos, valles y mares. Desde aquella breve unión ibérica entre 1580 y 1640 ambos reinos siempre se dieron la espalda en lugar de la mano. Ahora que el 40% de los portugueses se declara partidario de la unión con España, y que la experiencia de organizar un Mundial de Fútbol podía haber incorporado a otros muchos a la vieja aspiración de la unión ibérica, el sueño parece alejarse en la corriente de la historia. Iberistas convencidos como Menéndez Pelayo, Sixto Cámara, Unamuno, Pi i Maragall o Dámaso Alonso nunca vieron la inédita imagen de españoles y lusos uniendo sus manos en la misma quimera. En los actuales tiempos de convulsión, el proyecto de imaginar una reunificación ibérica podría inocular en el alma de ambos pueblos un potente carburante para avanzar en este ensueño histórico. La Iberia de los griegos o la Península Hispánica de Dámaso Alonso reuniría una población cercana a sesenta millones, similar a la de Francia; y compartiría el nombre de la línea aérea de bandera (del cerdo y del lince) . Dos potentes capitales y un eje desde el Mediterráneo hasta el Atlántico imbatible en Europa. La fusión de los lazos coloniales engrasados con Brasil, India, Indonesia, África occidental junto a toda Latinoamérica convertiría el nuevo foco peninsular en una potencia diplomática y mercantil a escala global. ¿Y el fútbol? Una Liga con el Benfica, el Sporting de Lisboa, el Barça y el Real Madrid llegaría a millones de espectadores despertando pasiones y caudales.

En el siglo XIX ya se agitó un iberismo cultural como antesala del movimiento político y hasta hubo un proyecto de bandera unitaria con los colores blanco, azul, rojo y amarillo. Pero el problema no es de banderas, ni colores; es de audacia, de corazón. Y también lo es la carcoma del localismo, el apego a las líneas divisorias, a las mugas que marcan la linde, las baronías que temen la competencia y diluir sus míseras herencias en un torrrente nuevo, renovador, moderno y venidero. Por no olvidar los obstáculos internacionales. Durante la dolorosa implosión de Yugoslavia y los Balcanes, una de la paradojas mas visibles fue el gran impulso que dio Alemania a los procesos separadores mientras gastaba marcos a paletadas en el carísimo empeño de lograr su propia reunificación.

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